viernes, 30 de mayo de 2025

La ruta cubana del chavismo

            Durante años se habló de que el chavismo era un ciclo que se agotaría por su propio peso. Que el hambre, la emigración masiva, la corrupción o las sanciones internacionales terminarían por fracturar al régimen. Pero veinte años después, el aparato de poder sigue intacto, y con cada elección controlada, cada opositor inhabilitado y cada negociación fracasada, la realidad se impone: el chavismo no se tambalea. Se afianza.

La razón principal no es un secreto. A diferencia de otros regímenes que caen por divisiones internas o presiones externas, el chavismo ha aprendido a gobernar desde la escasez, a dominar desde la precariedad, a estabilizarse en el colapso. No necesita prosperidad ni legitimidad. Le basta el control. Control del aparato militar, de la justicia, del sistema electoral, de las instituciones. Control del discurso, de las armas y del miedo.

Las sanciones internacionales, lejos de debilitarlo, se han convertido en combustible ideológico. El enemigo externo siempre ha sido más útil que el espejo. Las protestas populares, aunque masivas en el pasado, hoy son sofocadas antes de que prendan. Y la oposición, fragmentada, dividida entre quienes llaman a votar sin condiciones y quienes llaman a no votar sin estrategia, ha sido el mejor aliado involuntario del poder.

Tampoco ha habido una fractura interna significativa. Ni generales reformistas, ni purgas que salgan mal, ni conspiraciones exitosas. El chavismo ha premiado la lealtad y disciplinado la ambición. Las Fuerzas Armadas no son un actor externo al poder: son parte de él. Participan del botín, controlan territorios y economías paralelas, y no tienen incentivo alguno para desmontar el orden que les garantiza impunidad y privilegios.

¿Puede cambiar esta situación? En política nada es eterno, pero algunas estructuras se pudren antes de quebrarse. En el corto plazo, la probabilidad de un cambio real es mínima. En el mediano, dependerá de factores hoy inexistentes: una oposición unificada, una ruptura en el poder, una presión externa con consecuencias reales. Y en el largo plazo, todo dependerá de si el chavismo logra o no trasladar su modelo de dominación a una siguiente generación, si puede o no perpetuar su proyecto sin su círculo original.

Lo ocurrido el 25 de mayo no fue un hecho aislado, ni una simple "irregularidad electoral". Fue otra parada en la ruta. Un paso fríamente calculado hacia la consolidación del modelo cubano, con su partido único de facto, sus elecciones decorativas y su pueblo secuestrado entre la obediencia o el exilio. El chavismo no imita a La Habana: la está reconstruyendo en Caracas.- @humbertotweets

lunes, 26 de mayo de 2025

Venezuela se queda sola

El último estudio de la encuestadora Delphos es una radiografía íntima de la desolación. Un 5% de los venezolanos asegura que se irá del país. Otro 10% dice que probablemente también lo hará. ¿Qué significan esos porcentajes cuando se traducen en cuerpos reales, con piernas, pulmones y documentos vencidos? Significan 3.700.000 personas. Y eso solo contando a los que hoy ya lo tienen claro.

La cifra es brutal. Equivale a casi el 13% de la población actual. Pero en el contexto de la tragedia migratoria venezolana no sorprende: según el Observatorio de la Diáspora Venezolana, más de 9,1 millones de personas han emigrado desde 2013. Casi un tercio del país. Si el plan de huida se cumple —y todo indica que sí—, Venezuela habrá perdido más de 10 millones de habitantes en menos de una generación. Un genocidio demográfico, sin balas.

La lectura que hace el régimen de este fenómeno es muy distinta a la del ciudadano que, cargando un bolso desgastado, trata desesperadamente de huir por cualquier vía. Para el poder chavista, cada emigrante es una solución: una protesta menos, un voto menos, un problema menos. A la Venezuela que quieren gobernar le sobran los venezolanos.

No es nuevo. Desde hace años, el chavismo convirtió la expulsión de población en una política de Estado. No oficial, pero sí eficaz. El sistema premia al que se va con la posibilidad de una remesa y castiga al que se queda con la escasez, la represión o el chantaje del carnet de la patria. El resultado es evidente: se vacía el país y se llena la periferia de exiliados pobres, útiles solo cuando hay que defender pasaportes diplomáticos o exigir “el respeto a la soberanía”.

Y es que gobernar es mucho más fácil cuando la gente ya no está. El chavismo quiere una Venezuela de silencio, sin protestas ni exigencias, apenas habitada por quienes no pueden irse o por quienes prefieren callar. Una isla sin ciudadanos, solo con sobrevivientes. Si acaso, con fantasmas.

En este contexto, hasta los más fieles creyentes de la vía electoral deberían hacer una pausa para reflexionar. ¿Qué significa votar cuando los votantes se van? ¿Cómo se puede hablar de mayorías silenciosas si esas mayorías ya no están en el territorio? El cálculo es perverso: cada año salen del país miles de jóvenes, justo los que deberían renovar el tejido democrático y la resistencia a la tiranía. Pero no hay tejido, ni hay democracia. Hay miedo, hay hambre, hay huida.

Se dirá que la migración es un fenómeno global. Que los italianos emigraron, que los sirios también. Cierto. Pero en Venezuela la migración es programada, dirigida, inducida. Se ha convertido en un instrumento de control social. El que se va, desaparece del mapa político. Y eso es ya es victoria para un régimen cuya única obsesión es perpetuarse sin testigos incómodos.

A esta altura, no es exagerado decir que la emigración masiva ha sido más funcional para el chavismo que cualquier plan de la Fuerza Armada o cualquier acuerdo con la oposición electorera en sus diversas versiones. Los que se van no solo abandonan sus casas; también sus derechos, su participación, su capacidad de resistencia. Mientras afuera levantan techos en Perú o hacen entregas en Bogotá, adentro se consolida la arquitectura del poder totalitario.

Entonces, cuando Delphos dice que un 5% ya decidió irse, y que otro 10% lo está considerando, no estamos hablando solo de cifras de movilidad humana. Estamos hablando de una estrategia de limpieza política. De una amputación demográfica que beneficia al régimen y debilita al país. Los millones que se marchan no lo hacen porque quieren, sino porque ya no pueden vivir aquí. Y esa es, en el fondo, la victoria más obscena del chavismo.

En otros países, los gobiernos luchan por retener a su gente, atraer inversiones, seducir talentos. Aquí, en cambio, se aplaude al que se va: menos ruido, menos colas, menos rebeldía. Un país reducido a un cascarón vacío, con playas baratas para turistas rusos y militares con cuentas en el exterior. Un país sin presente, ni futuro, ni habitantes.

Venezuela no se derrumba con un estallido. Se desangra en silencio, por las fronteras. Y mientras tanto, el poder celebra. Sabe que está más cerca de su utopía: un país vacío, sin ciudadanos, donde el único ruido que se escucha es el de las botas que se arrastran y las puertas que se cierran de golpe.- @humbertotweets

jueves, 22 de mayo de 2025

¿Últimas elecciones directas en Venezuela?

            El 25 de mayo podría quedar marcado en la historia no por lo que se elija, sino por lo que se pierda. No serán elecciones democráticas —eso lo sabemos—, pero quizás sí sean las últimas con apariencia de tal. ¿Por qué? Porque el régimen chavista tiene en marcha su verdadera jugada: desmontar, desde adentro y con su legalismo fraudulento, el modelo republicano venezolano. Lo que viene es el Estado comunal. Y eso no es un eslogan, es una advertencia.

El Estado comunal no es una idea nueva. Aparece camuflado en los textos del Plan de la Patria, en la Ley Orgánica de las Comunas y en las arengas de quienes aún recitan, como en trance, las frases de Chávez sobre el “poder popular”. En esencia, es una copia mal disfrazada del sistema cubano: un andamiaje político sin partidos, sin elecciones directas, sin representación libre. Todo el poder, en manos de una red de consejos comunales, donde el voto será solo un trámite ritual, interno, controlado, sin opciones ni debate. Las comunas no serán órganos de participación ciudadana, sino sucursales del PSUV.

Por eso insisten tanto en “transcender la democracia burguesa”. La idea es eliminarla sin disparar una bala. Las comunas —al estilo cubano— reemplazarán a gobernaciones, alcaldías, consejos legislativos. Y con ellas, desaparecerá la posibilidad de elegir autoridades por sufragio universal. El poder quedará anclado en estructuras de segundo o tercer grado, seleccionadas por el mismo aparato político que controla el sistema desde hace más de dos décadas.

El objetivo es claro: perpetuarse sin disimulo. Si se impone el Estado comunal, no habrá más campañas, ni oposición formal, ni conflicto electoral. Se acabó la política como espacio de confrontación abierta. Se acabó incluso el juego de la alternancia simulada. Quedará solo el consenso obligatorio dentro de los “espacios del poder popular”, con lenguaje de asamblea y control de inteligencia.

Ya lo ha dicho Maduro: “nosotros vamos hacia el Estado comunal y nadie lo va a impedir”. Y no es una frase al aire. Mientras la oposición se divide entre el llamado al voto y la resignación abstencionista, el régimen avanza en lo que de verdad le importa: institucionalizar su dominio en una arquitectura legal que no requiera más elecciones molestas ni sorpresas aritméticas. Una trampa perfecta para capturar al país desde la base.

Frente a esto, el error más costoso sería seguir repitiendo estrategias fracasadas. No hay forma de enfrentar al chavismo sin entender de dónde toma su modelo. Y ese modelo es Cuba. Allí, la ficción democrática se terminó hace más de medio siglo. No hay partidos, ni elecciones reales, ni pluralismo. Solo una maquinaria ideológica que se legitima a sí misma. Eso es lo que Maduro quiere replicar: una dictadura sin disfraces, con comunas en vez de urnas, y obediencia en vez de votos.-  @humbertotweets

lunes, 19 de mayo de 2025

Venezuela necesita sindicatos, no partidos

            Venezuela no tiene salario mínimo. Tiene una ironía escrita en Gaceta Oficial: 130 bolívares al mes, lo que a la tasa actual apenas supera los 2,60 dólares. Un almuerzo, mal servido. Una burla institucionalizada. Y sin embargo, esa es la cifra que el régimen mantiene sin mover desde hace más de mil días, mientras los adultos mayores –la mayoría sin pensión real, sin familia presente y sin medicamentos– salen a las calles a mendigar justicia. A llorar frente a cámaras que no los graban. A gritar con gargantas que apenas conservan voz.

El chavismo se jacta de haber traído inclusión, pero lo que ha sembrado es una miseria tan sistemática como planificada. La cifra de 130 bolívares es solo el símbolo: lo que duele es lo que no aparece en las estadísticas oficiales. La destrucción de toda noción de justicia distributiva, el saqueo de las pensiones acumuladas durante décadas por quienes hoy mueren en soledad, sin techo, sin agua, sin esperanza. La pobreza como política pública. La vejez como castigo.

Mientras tanto, la oposición hace lo que mejor sabe: fragmentarse, dividirse, enfrentarse entre abstencionistas morales y votantes esperanzados. Unos acusan de traición, otros de cobardía. Todos actúan como si el país estuviera en el típico carnaval electoral, cuando lo que hay es una demolición continuada de la república.

¿Y si la política no fuera el camino? ¿Y si la vía para recomponer lo que queda del país ya no pasa por la promesa electoral sino por la organización sindical?

Nadie vota con el estómago vacío. Nadie cree en un programa de gobierno cuando lleva mil días viendo a su abuelo comer arroz solo. La clase trabajadora venezolana, desmovilizada y silenciada durante años, comienza a vislumbrar que tal vez los sindicatos –esos entes que en otros tiempos hicieron temblar gobiernos y derribaron dictaduras– podrían representar más que los partidos. Más organización, menos retórica. Más defensa concreta, menos promesas abstractas.

La protesta de los jubilados y pensionados no fue convocada por la MUD ni por María Corina ni por los influencers del exilio. Fue espontánea. Fue digna. Y fue reprimida. Como todo lo que incomoda al régimen. Pero su lección es clara: cuando la política deja de representar, la sociedad se reorganiza por otras vías. Y tal vez ha llegado el tiempo de que los trabajadores, los maestros, los obreros, los empleados públicos, los profesionales en fuga y los que se quedaron, entiendan que su fuerza no está en un voto que no se cuenta, sino en la capacidad de paralizar lo poco que aún funciona.

¿Sindicalismo en dictadura? Por supuesto. Más aún: sindicalismo en ruinas, en penuria, en hambre. Como en el Chile de Pinochet o en la Polonia del general Jaruzelski. Sindicalismo como resistencia, como estructura subterránea, como red moral y práctica frente a un sistema que ya no gobierna: administra la decadencia. Y lo hace mal.

La revolución chavista aniquiló los sindicatos independientes. Los sustituyó por consejos comunales, brigadas “patriotas” y otros mecanismos verticales de control. El salario fue convertido en limosna. El trabajo, en chantaje. Pero lo que no pudo erradicar del todo es la memoria de la dignidad. Esa que hoy, entre bastones, pancartas de cartón y llanto seco, vuelve a reclamar su lugar.

No es romántico ni idealista decir que Venezuela necesita sindicatos. Es simplemente lógico. Ningún partido opositor ha logrado articular una estrategia coherente en veinte años. Ninguno ha defendido con éxito el derecho de los trabajadores, ni siquiera desde la denuncia internacional. En cambio, un movimiento sindical organizado, incluso en la clandestinidad, incluso disperso, podría hacer lo que la política ha olvidado: defender al ciudadano desde su lugar de trabajo, de sufrimiento, de vida real.

Cuando la política se convierte en espectáculo, y la justicia en instrumento del poder, solo la organización popular puede devolver algo de equilibrio. Y si los partidos no sirven, habrá que prescindir de ellos. O al menos relegarlos. Venezuela no tiene por qué escoger entre chavismo y simulacro. Puede, si quiere, reinventar sus instrumentos de lucha.

Quizás el futuro no esté en un candidato, ni en una tarjeta electoral. Quizás esté en una asamblea de trabajadores, en un gremio docente que se niegue a volver a clases sin sueldo, en un sindicato médico que paralice los hospitales hasta que haya insumos. No porque crean que el régimen escuchará. Sino porque saben que el país ya no aguanta otro fraude, otra humillación, otro mil días de hambre sin respuesta.- @humbertotweets

 

 

jueves, 15 de mayo de 2025

Los fantasmas de la embajada

            En una ciudad sitiada por alcabalas, patrullas y un sistema de delación afinado como orquesta, cuatro opositores salen indemnes de la embajada de Argentina. Como si Caracas fuera Zurich. La narrativa oficial de la oposición habla de una “operación de extracción”. Marco Rubio lo afirma con convicción. María Corina Machado lo repite con fe. El régimen calla. Y los beneficiarios del presunto rescate, mudos.

Los cuatro protagonistas —Pedro Urruchurtu, Humberto Villalobos, Omar González y Magalli Meda— se encontraban refugiados desde marzo. Una quinta, Claudia Macero, había salido de la sede diplomática en agosto de 2024. El edificio estaba rodeado por cuerpos de seguridad del Estado, al menos en el relato público. Sin embargo, una madrugada cualquiera, cruzaron Caracas sin ser vistos, llegaron a Maiquetía y, milagrosamente, abandonaron el país rumbo a Estados Unidos. Nadie supo cómo.

¿Se trató de una operación al estilo hollywoodense, con comandos invisibles burlando alcabalas y satélites? ¿O más bien fue el resultado de una negociación vergonzante entre el chavismo, Washington y una oposición que necesita un nuevo mito fundacional?

La narrativa de los militares patriotas —los mismos que presuntamente ayudaron a María Corina a obtener actas el 28 de julio y ahora colaboran con “extracciones”— es otra ficción recurrente. Esos militares no tienen rostro, ni voz, ni huella. En cambio, los que sí existen, los visibles, los condecorados, son los que sostienen al régimen. Porque no hay chavismo sin uniforme. Y si hay algún resquebrajamiento, aún no se ha visto en los cuarteles, sino en las redes.

El silencio del régimen alimenta la duda. Jorge Rodríguez, que no da puntada sin hilo, ha optado por la omisión calculada. Sólo Diosdado ha aventurado algo parecido a una explicación: pudo haber habido una negociación. Pero no explicó ni qué se negoció ni con quién. Y, como siempre, si habla Diosdado, es porque Rodríguez decidió no hacerlo. El verdadero dueño del circo no suele disfrazarse de payaso.

La hipótesis de la negociación, aunque menos épica, es más verosímil. ¿Qué otra cosa explicaría una salida tan limpia en un país donde detener a una enfermera requiere tres cuerpos de seguridad? Nadie se fuga así sin permiso. Nadie burla al SEBIN si el SEBIN no quiere ser burlado.

Así, la “extracción” funciona mejor como símbolo que como hecho. Sirve a María Corina para fortalecer su relato heroico; a Estados Unidos para decir que sigue en el juego; y al chavismo para probar, otra vez, que controla hasta lo que parece descontrolado. Todos ganan. Menos el país, que sigue siendo víctima de versiones adulteradas y silencios interesados.

¿Se trató de una extracción militar, una negociación diplomática, o simplemente una concesión disfrazada de gesta? Nadie lo conoce con certeza. Lo seguro es que seguimos atrapados en una historia donde la verdad se escamotea con la misma destreza con la que, presuntamente, se escaparon los cuatro opositores.

Y mientras Jorge Rodríguez calla y Diosdado divaga, los venezolanos seguimos preguntándonos quién dirige realmente esta ópera bufa. Porque una cosa es segura: en este circo, el dueño no es el que grita, sino el que escribe los libretos y desaparece tras el telón.- @humbertotweets

lunes, 12 de mayo de 2025

Votar con rabia o abstenerse con impotencia

A falta de brújula, todo viento es adverso. Y eso, en la política venezolana, es más que un refrán: es una radiografía. Cada vez que el chavismo convoca elecciones —cualquier elección, sin importar su nivel, su legitimidad o su alcance— la oposición hace lo que mejor sabe hacer: dividirse, acusarse, improvisar y finalmente, fracasar.

Las elecciones regionales y parlamentarias convocadas para el 25 de mayo han servido de nuevo como detonante de esa combustión espontánea que define a la llamada “alternativa democrática”. Esta vez, la Plataforma Unitaria Democrática expulsó a partidos como Un Nuevo Tiempo y Movimiento Por Venezuela por atreverse a participar en unos comicios que, según la ortodoxia abstencionista, son ilegítimos por definición. El problema, claro está, no es que unos voten y otros no. El problema es que ambos bandos —los que apuestan por la urna y los que predican el vacío— coinciden en algo más grave: ninguno tiene una estrategia que trascienda el evento electoral.

Unos hacen campaña como si fueran a liberar a Francia. Otros llaman a la abstención como si esta tuviera algún efecto mágico que desencadenara la caída del régimen. Pero ni unos ni otros responden a la pregunta elemental: ¿y después del 25 de mayo, qué?

Lo que tenemos entonces no es un debate político, sino un enredo existencial. Henrique Capriles, con su habitual tono de resignación disfrazada de realismo, ha tomado distancia de María Corina Machado, mientras prueba una vez más el experimento de las “alianzas amplias”. Machado, por su parte, sigue apostando por un liderazgo mediático que no se traduce en capacidad operativa. Ambos, desde sus tribunas, le hablan a públicos distintos pero con el mismo resultado: confusión.

Y mientras tanto, el chavismo avanza. No necesita unidad: le basta con el poder. No necesita legitimidad: le basta con la fuerza. No necesita convencer: le basta con mandar. En este escenario, Maduro no solo participa de la farsa electoral como protagonista, sino que aprovecha la escena para proyectar su verdadero objetivo: consolidar el Estado comunal, esa versión tropical del castrismo, con la que aspira a perpetuarse en el poder durante las próximas décadas, más allá de elecciones, candidatos o papelillos.

Porque a diferencia de la oposición, el chavismo sí tiene un plan. Puede ser siniestro, antidemocrático y ruinoso, pero es un plan. Sabe hacia dónde va. Y eso le da una ventaja brutal frente a sus adversarios, atrapados en la eterna dicotomía entre participar o abstenerse, entre votar con rabia o no votar con impotencia.

Lo que no termina de entender buena parte del país opositor —y mucho menos su dirigencia— es que una elección convocada por el régimen no es una oportunidad, sino una trampa. Pero abstenerse sin alternativa organizada tampoco es una solución: es una renuncia. Participar por participar, o abstenerse por inercia, son gestos estériles cuando no hay un proyecto de país que los articule, cuando no hay un liderazgo que asuma riesgos reales, y cuando no hay voluntad de confrontar el poder en su territorio, que no es la urna, sino la calle, el sindicato, la comunidad, la base social.

Mientras la oposición se debate entre acusarse mutuamente de “colaboracionistas” o “radicales”, el régimen avanza en la instalación de su modelo comunal. Un sistema diseñado para sustituir a las alcaldías, los consejos municipales y hasta a los estados, por una estructura paralela, vertical y leal al partido. Es decir, la institucionalización de la dictadura a nivel local. La legalización del control absoluto del territorio, casa por casa, calle por calle. Mientras tanto la oposición sigue alelada y entretenida mirándose el ombligo.

La fragmentación opositora ya no es solo una tragedia: es una rutina. Y lo más alarmante es que, frente a esta fractura, ya ni siquiera hay escándalo. La sociedad civil, cansada de tantas decepciones, ha optado por la indiferencia. Y eso, en política, es tan letal como la represión.

Mientras el chavismo prepara su dominación futura, la oposición sigue sin entender el presente. Y lo poco que queda del país político se diluye entre proyectos personales, candidaturas decorativas y falsos llamados a la conciencia que no movilizan a nadie.

El 25 de mayo pasará, como han pasado tantos otros domingos electorales. El chavismo se apuntará otra victoria, no necesariamente en votos, sino en control. Y la oposición volverá a su deporte favorito: la autopsia de sí misma.

Porque en esta Venezuela distorsionada, los únicos que no tienen dudas son los que gobiernan. Los demás, apenas tienen excusas. @humbertotweets

jueves, 8 de mayo de 2025

La Venezuela chavista es la tierra del hambre

            La economía venezolana ya no es una crisis: es una inercia programada. Cada cifra, cada indicador, cada testimonio callejero apunta en la misma dirección: estamos en caída libre sin paracaídas, y lo más preocupante es que el piloto —Nicolás Maduro— no solo ha soltado los controles, sino que sigue repitiendo que todo está bajo control.

La coyuntura económica de 2025 es tan clara como alarmante. El dólar paralelo superó los 50 bolívares por unidad en abril y continúa subiendo sin contención. En un país donde el salario mínimo sigue anclado en 130 bolívares (menos de 3 dólares), esto significa que incluso los más elementales costos de vida están fuera del alcance del ciudadano común. Los salarios en dólares —cuando existen— apenas rozan los 50 o 60 mensuales, insuficientes para costear una canasta básica que supera ampliamente los 300 dólares. La inflación acumulada, según el Observatorio Venezolano de Finanzas, ya ronda el 120% en lo que va de año, con proyecciones superiores al 200% para diciembre. La hiperinflación no es una posibilidad: es una repetición anunciada.

A este escenario de colapso se le suma el declive inevitable de la producción petrolera, empujado por la reimposición de sanciones de Estados Unidos que limitan las operaciones de empresas como Chevron y bloquean las rutas financieras del crudo venezolano. Pero sería ingenuo atribuirle a las sanciones el protagonismo del derrumbe: la industria petrolera fue desmantelada por el chavismo desde adentro, mucho antes de que Washington girara la primera tuerca. Las sanciones son, si acaso, el epitafio de un cuerpo que ya venía en estado de descomposición.

Frente a este panorama, Maduro anunció —con el tono marcial de quien no sabe qué dice— un nuevo “plan de emergencia económica”. Un decreto lleno de vaguedades, sin metas claras ni mecanismos técnicos reales, que otorga más poder al Ejecutivo para manejar discrecionalmente recursos, inversiones y contratos. En resumen: más de lo mismo. Más opacidad, más improvisación, más control. Menos resultados.

La tesis es simple: el chavismo no tiene una política económica. Tiene reflejos de supervivencia, parches ideológicos, y una narrativa de resistencia que no resiste el mínimo análisis. Cada vez que la economía colapsa, sacan un nuevo discurso de culpabilización externa: el “bloqueo”, el “imperio”, la “guerra económica”. Pero no hay presupuesto nacional, ni estrategia monetaria, ni política cambiaria, ni reforma tributaria, ni incentivo productivo que merezca tal nombre. Lo único que hay es un aparato propagandístico que sigue vendiendo humo en cadenas de televisión y redes sociales.

La consecuencia de todo esto no es solo el empobrecimiento interno, sino una nueva ola de emigración masiva. Quienes aún permanecen en Venezuela —porque no pudieron irse o porque aún tenían esperanzas— comienzan a ver 2025 como un callejón sin salida. El colapso económico empujará a miles más hacia Colombia, Chile, Perú, México o Estados Unidos. Y lo harán sin dólares, sin papeles y con desilusión. Porque el país que alguna vez fue receptor de migrantes ahora es una máquina de expulsar ciudadanos.

Mientras tanto, el régimen se aferra a su discurso de resistencia. Pero ya ni siquiera resiste: apenas sobrevive a fuerza de remesas, bodegones, trueques digitales y salarios virtuales. No hay proyecto de país, solo un poder que se sostiene con lo mínimo necesario para evitar el estallido total. Pero lo mínimo ya no alcanza. Ni en bolívares, ni en dólares, ni en paciencia.

Así que sí: antes de que termine 2025, Venezuela entrará en una nueva crisis económica. Más dura, más visible, más insoportable. No porque no lo supiéramos, sino porque nadie quiso impedirlo. El chavismo, ese sistema sin política, sin rumbo y sin alma, lo permitirá con la misma frialdad con la que ha permitido todo lo demás.

La economía no se gobierna con decretos. Mucho menos con propaganda. Y cuando un régimen no tiene política económica, lo que tiene es una estrategia de colapso.

Una estrategia que, una vez más, pagarán los venezolanos… con hambre o con pasaporte.- @humbertotweets

lunes, 5 de mayo de 2025

El chavismo acabó hasta con el petróleo

Cuando el chavismo anunció, con rostro grave y discurso patético, un nuevo “decreto de emergencia económica”, nadie se sorprendió. Después de todo, Venezuela vive en estado de excepción permanente, sea este formal o fáctico. Lo verdaderamente revelador, sin embargo, fue la excusa: la caída del 20% en las exportaciones petroleras durante abril tras la reimposición de sanciones por parte de los Estados Unidos. Así, el régimen de Nicolás Maduro pretende convencer a los incautos de que la causa de sus males es externa, reciente y ajena a su voluntad. Un discurso cómodo y también profundamente falso.

Es cierto que las sanciones impuestas —y ahora restablecidas— por Washington tienen un efecto directo en la economía venezolana. Eso es innegable. La suspensión de licencias a empresas como Chevron, la reducción en la compra de crudo, el cerco a las operaciones financieras vinculadas al petróleo, todo ello tiene un impacto tangible. Pero aquí es donde conviene aplicar un mínimo de honestidad intelectual: ni todas las sanciones del mundo juntas pueden compararse con el daño infligido por el chavismo a PDVSA desde adentro, con paciencia de termita y precisión de cirujano ebrio.

Durante más de dos décadas, el chavismo desmanteló la industria petrolera nacional como parte de su proyecto de control total. Primero, expulsó a la meritocracia con la excusa de “democratizar” la empresa. Luego, la convirtió en botín político y caja chica de una élite corrupta disfrazada de revolucionaria. Sacaron a patadas a los ingenieros y llegaron los comisarios. Se fueron los técnicos, llegaron los escoltas. Se fueron los contratos de inversión, llegaron los convenios opacos con países “hermanos”. El resultado está a la vista: una producción que en 1998 superaba los 3 millones de barriles diarios y que hoy apenas si araña el millón, cuando lo logra.

La reimposición de sanciones ha servido, más bien, como excusa de última hora para justificar un colapso que lleva décadas en marcha. El chavismo ahora culpa al “bloqueo” —una palabra tan imprecisa como útil— de lo que en realidad es producto de su gestión. Es como si el pirómano culpara a la lluvia por no apagar el incendio que él mismo encendió.

Y, sin embargo, el decreto de emergencia económica no solo es una maniobra propagandística: también es una herramienta legal peligrosa. A través de este nuevo régimen de excepción, el Ejecutivo se atribuye poderes extraordinarios para manejar inversiones, firmar acuerdos, reorganizar ministerios, imponer controles y disponer del presupuesto sin pasar por el mínimo trámite parlamentario. En otras palabras: más discrecionalidad para quienes han demostrado que lo que menos saben hacer es administrar recursos.

Se dice que el decreto busca “atraer inversión extranjera” y “controlar la inflación”. Lo primero suena a chiste: ¿qué inversor serio colocará dinero en un país que no respeta contratos, carece de Estado de derecho y donde todo depende de los caprichos de un caudillo? Lo segundo es una ilusión: no se controla la inflación con discursos ni con más intervencionismo, sino con confianza, productividad y un mínimo de estabilidad institucional. Tres cosas que en Venezuela jamás existirán mientras el chavismo siga en el poder.

Lo que hay detrás, más bien, es una vieja jugada: decretar la emergencia para legalizar la arbitrariedad. Convertir la crisis en oportunidad, pero no para reformar, sino para acumular más poder…y saquear. Es un guión ya ensayado muchas veces, y que ahora se reedita con la excusa de las sanciones. Sanciones que, si bien no ayudan, tampoco son el origen del desastre. Ese crédito —hay que decirlo— pertenece enteramente al chavismo.

Aquí, entonces, no se trata de defender las sanciones por principios ideológicos. Tampoco de ignorar su impacto económico. Se trata, más bien, de no permitir que un régimen que destruyó su principal fuente de ingresos ahora pretenda lavarse las manos con un argumento geopolítico. Si la economía venezolana se tambalea por una reducción de 20% en las exportaciones petroleras, es porque ya estaba al borde del abismo desde hace años. Porque la riqueza petrolera fue saqueada, no bloqueada. Porque el colapso fue interno antes que externo.

Mientras tanto, Maduro vuelve a vestirse de víctima, firmando decretos con aires de estadista, mientras el país sobrevive a punta de remesas, bodegones y salarios devaluados. La emergencia económica, más que una respuesta a las sanciones, es la confesión tácita de un fracaso. Un fracaso que ni los discursos, ni los decretos, ni los culpables importados pueden maquillar.

Al final, el petróleo no se fue. Los chavistas lo echaron de Venezuela. @humbertotweets 

jueves, 1 de mayo de 2025

La CIJ se prepara para arrancarle el Esequibo a Venezuela

            Como un eco lejano de lo que ya todos sospechábamos, la reciente decisión unánime de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de prohibir a Venezuela cualquier acto que altere el status quo en el Esequibo —incluidas las elecciones del 25 de mayo para autoridades del fantasmagórico “Estado Esequibo”— no hace sino confirmar lo que se cocina a fuego lento en La Haya: una sentencia adversa, envuelta en ropaje jurídico, pero cocinada con ingredientes netamente geopolíticos.

Conviene recordar, con el dedo índice extendido, que el verdadero viraje de la posición venezolana no vino por presión extranjera ni por malabares de Georgetown, sino por una de las tantas imprudencias del difunto Hugo Chávez. Fue él quien, con su habitual tono mesiánico y su desconocimiento olímpico del derecho internacional, propuso al entonces presidente de Guyana, Bharrat Jagdeo, que ambos países explotaran “juntos” los recursos del Esequibo. Aquella frase, dicha como quien ofrece un café, fue el disparo de salida para que Guyana comenzara a trazar su ruta diplomática: primero se fue al Consejo de Seguridad de la ONU, luego a la Secretaría General y finalmente consiguió lo impensable: que la ONU, rompiendo con su propio papel de “buenos oficios”, remitiera el caso a la CIJ.

¿Y Venezuela? Callada. Sumisa. En manos de una casta de pseudorevolucionarios desinteresados en la soberanía pero obsesionados con la dominación interna. El chavismo jamás se tomó en serio la defensa del Esequibo. Porque no se defiende una patria que ya no se siente propia.

Venezuela posee títulos históricos y jurídicos incontestables: desde el uti possidetis iuris hasta las pruebas cartográficas que desmontan la farsa del Laudo Arbitral de 1899. Pero todo eso resulta irrelevante cuando el tribunal se sienta sobre la lógica de la conveniencia. En sus decisiones preliminares, la CIJ ha dado señales claras de por dónde irá la cosa: más que hacer justicia, quiere cerrar el expediente, complacer a las potencias interesadas en el petróleo offshore guyanés y enviar un mensaje “civilizatorio” a los países que aún creen en la fuerza de los títulos coloniales.

La última decisión, tomada por unanimidad, habla por sí sola. No es solo una medida cautelar; es una advertencia disfrazada de prudencia jurídica. Y lo que anticipa es un despojo con apariencia de fallo justo.

Mientras tanto, el régimen organiza elecciones en un “estado” que no controla y no puede visitar. Una jugada de propaganda interna, sí, pero también un desafío directo al tribunal. ¿Bravuconada o estrategia? Más bien lo primero. Porque el chavismo, experto en sofocar manifestaciones pacíficas y reprimir a civiles, ha mostrado nula disposición de enfrentar al enemigo real: un país que le disputa más de 150 mil kilómetros cuadrados.

Más temprano que tarde —y esa hora se acerca— el régimen tendrá que decidir si sus tanques son para intimidar estudiantes en Caracas o para proteger las fronteras nacionales. La disyuntiva no es menor. Porque cuando llegue la sentencia —y todo indica que será contraria— la historia no acusará solo al tribunal parcial, sino al poder que prefirió dominar a su pueblo antes que defender su territorio.

Lo del Esequibo no es solo una pérdida territorial. Es una metáfora perfecta de lo que ha hecho el chavismo con Venezuela: regalar lo propio, traicionar lo histórico y, encima, exigir aplausos por su falso "patriotismo". @humbertotweets