Venezuela no tiene salario mínimo. Tiene una ironía escrita en Gaceta Oficial: 130 bolívares al mes, lo que a la tasa actual apenas supera los 2,60 dólares. Un almuerzo, mal servido. Una burla institucionalizada. Y sin embargo, esa es la cifra que el régimen mantiene sin mover desde hace más de mil días, mientras los adultos mayores –la mayoría sin pensión real, sin familia presente y sin medicamentos– salen a las calles a mendigar justicia. A llorar frente a cámaras que no los graban. A gritar con gargantas que apenas conservan voz.
El chavismo se jacta de haber
traído inclusión, pero lo que ha sembrado es una miseria tan sistemática como
planificada. La cifra de 130 bolívares es solo el símbolo: lo que duele es lo
que no aparece en las estadísticas oficiales. La destrucción de toda noción de
justicia distributiva, el saqueo de las pensiones acumuladas durante décadas
por quienes hoy mueren en soledad, sin techo, sin agua, sin esperanza. La
pobreza como política pública. La vejez como castigo.
Mientras tanto, la oposición
hace lo que mejor sabe: fragmentarse, dividirse, enfrentarse entre
abstencionistas morales y votantes esperanzados. Unos acusan de traición, otros
de cobardía. Todos actúan como si el país estuviera en el típico carnaval
electoral, cuando lo que hay es una demolición continuada de la república.
¿Y si la política no fuera el
camino? ¿Y si la vía para recomponer lo que queda del país ya no pasa por la
promesa electoral sino por la organización sindical?
Nadie vota con el estómago vacío. Nadie cree en un
programa de gobierno cuando lleva mil días viendo a su abuelo comer arroz solo.
La clase trabajadora venezolana, desmovilizada y silenciada durante años,
comienza a vislumbrar que tal vez los sindicatos –esos entes que en otros
tiempos hicieron temblar gobiernos y derribaron dictaduras– podrían representar
más que los partidos. Más organización, menos retórica. Más defensa concreta,
menos promesas abstractas.
La protesta de los jubilados y
pensionados no fue convocada por la MUD ni por María Corina ni por los influencers del exilio. Fue espontánea.
Fue digna. Y fue reprimida. Como todo lo que incomoda al régimen. Pero su
lección es clara: cuando la política deja de representar, la sociedad se
reorganiza por otras vías. Y tal vez ha llegado el tiempo de que los
trabajadores, los maestros, los obreros, los empleados públicos, los
profesionales en fuga y los que se quedaron, entiendan que su fuerza no está en
un voto que no se cuenta, sino en la capacidad de paralizar lo poco que aún
funciona.
¿Sindicalismo en dictadura?
Por supuesto. Más aún: sindicalismo en ruinas, en penuria, en hambre. Como en
el Chile de Pinochet o en la Polonia del general Jaruzelski. Sindicalismo como
resistencia, como estructura subterránea, como red moral y práctica frente a un
sistema que ya no gobierna: administra la decadencia. Y lo hace mal.
La revolución chavista
aniquiló los sindicatos independientes. Los sustituyó por consejos comunales,
brigadas “patriotas” y otros mecanismos verticales de control. El salario fue
convertido en limosna. El trabajo, en chantaje. Pero lo que no pudo erradicar
del todo es la memoria de la dignidad. Esa que hoy, entre bastones, pancartas
de cartón y llanto seco, vuelve a reclamar su lugar.
No es romántico ni idealista
decir que Venezuela necesita sindicatos. Es simplemente lógico. Ningún partido
opositor ha logrado articular una estrategia coherente en veinte años. Ninguno
ha defendido con éxito el derecho de los trabajadores, ni siquiera desde la
denuncia internacional. En cambio, un movimiento sindical organizado, incluso
en la clandestinidad, incluso disperso, podría hacer lo que la política ha
olvidado: defender al ciudadano desde su lugar de trabajo, de sufrimiento, de
vida real.
Cuando la política se
convierte en espectáculo, y la justicia en instrumento del poder, solo la
organización popular puede devolver algo de equilibrio. Y si los partidos no
sirven, habrá que prescindir de ellos. O al menos relegarlos. Venezuela no
tiene por qué escoger entre chavismo y simulacro. Puede, si quiere, reinventar
sus instrumentos de lucha.
Quizás el futuro no esté en un candidato, ni en una tarjeta electoral.
Quizás esté en una asamblea de trabajadores, en un gremio docente que se niegue
a volver a clases sin sueldo, en un sindicato médico que paralice los
hospitales hasta que haya insumos. No porque crean que el régimen escuchará.
Sino porque saben que el país ya no aguanta otro fraude, otra humillación, otro
mil días de hambre sin respuesta.- @humbertotweets
No hay comentarios.:
Publicar un comentario