Treinta países
—algunos por convicción, otros por cálculo— han reconocido a Edmundo González
Urrutia como presidente electo de Venezuela. Aplausos diplomáticos, comunicados
floridos, promesas de respaldo a la transición democrática. Y sin embargo, el
chavismo sigue en Miraflores, las armas siguen en los cuarteles leales, y la
rutina del desastre continúa inalterada. No hay una sola consecuencia política
real derivada de ese reconocimiento. Nada ha cambiado. Nada se ha movido.
La escena es
familiar: la comunidad internacional hace lo que mejor sabe hacer cuando no
quiere hacer nada. Reconoce. Así ocurrió con Guaidó, y antes con las
innumerables resoluciones, declaraciones y pronunciamientos que han intentado
conjurar la anomalía venezolana con papel sellado y palabras huecas. Ahora le
toca el turno a Edmundo González, un diplomático honesto, educado, impecable en
las formas… y completamente irrelevante en la práctica.
Porque en
Venezuela, el poder no se ejerce en las cumbres ni en las cancillerías. Se
ejerce desde los sótanos del SEBIN, los escritorios del alto mando militar, y
las oficinas en penumbra donde se negocian lealtades con dólares o con miedo.
El chavismo, que ha demostrado una envidiable capacidad para simular
institucionalidad mientras destruye el Estado, se ríe de los reconocimientos
como quien observa condescendiente a un niño que juega a ser adulto.
Edmundo
González viaja, se reúne, posa para las fotos, pronuncia discursos que nadie
impugna porque nadie teme. Pero dentro del país, su investidura reconocida no
tiene ni siquiera la utilidad simbólica de un líder en resistencia. Es una
figura que flota, pero no pesa. Que representa una voluntad electoral
traicionada, sí, pero sin capacidad de convocar, ordenar o interpelar. Mientras
tanto, el país real —el del hambre, los apagones, la represión quirúrgica—
sigue gestionado por la macolla de siempre.
El problema no
es Edmundo, que hace lo que puede dentro de los márgenes que le han asignado.
El problema es la ficción diplomática que pretende sustituir la realidad. La
comunidad internacional repite su apuesta por la ilusión: creen que con
suficiente retórica, la dictadura se sentirá presionada; que con suficiente
presión, negociará; y que, eventualmente, cederá. Pero los hechos desmienten
esa lógica una y otra vez.
El chavismo no
teme al aislamiento, lo ha incorporado a su mitología fundacional. No teme a
las sanciones, que convirtió en excusa para todos sus fracasos. No teme al reconocimiento
de la oposición porque ha aprendido a cohabitar con ella, neutralizándola por
asfixia o cooptación. El régimen solo teme a una fractura dentro de su sistema
de poder: en la FANB, en el PSUV, o en su red de complicidades internacionales.
Por eso,
mientras el mundo reconoce a Edmundo, el chavismo reconoce su oportunidad. Sabe
que esta nueva figura, como las anteriores, puede servir para ganar tiempo,
dispersar energías y dar una apariencia de movimiento donde no hay más que
inercia. En definitiva, se trata de un reconocimiento tan simbólico como
inútil, porque no altera ni un ápice la dinámica fundamental del poder en
Venezuela.
¿Significa
esto que la comunidad internacional debe abandonar a la oposición democrática?
No. Pero sí que debe abandonar la ilusión de que basta con elegir un nuevo
interlocutor para cambiar la correlación de fuerzas. En este juego, los nombres
cambian, las fotos cambian, los comunicados cambian. Lo único que no cambia es
el poder.
Y ese, lamentablemente, sigue teniendo acento cubano, blindaje militar y vocación perpetua.- @humbertotweets
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