A estas alturas del desastre, hay que ser muy ingenuo o muy cínico para pensar que el régimen chavista abriría alegremente sus puertas al expansionismo militar de Irán. Ni siquiera por romanticismo revolucionario. La supuesta hermandad antiimperialista entre Caracas y Teherán es, en la práctica, una pieza decorativa en el discurso, útil para la tribuna bolivariana pero sin peso estratégico real. Porque, aunque grite lo contrario, el chavismo sabe que necesita más a Estados Unidos que a los ayatolás.
Y es que más
allá de la retórica de resistencia, el régimen ha entendido –a la fuerza y por
necesidad– que su supervivencia depende de seguir vendiendo petróleo barato,
confiable y sin sobresaltos… al mismísimo “imperio”. Ese que denuncia todos los
días pero al que ruega que no deje de comprarle barriles, aunque sea con
descuento y sin etiqueta.
La reciente
escalada en Medio Oriente entre Israel e Irán revivió temores –exagerados por
unos, oportunamente alimentados por otros– sobre una posible implicación
venezolana en maniobras bélicas del eje Teherán-Damasco-Hezbolá. Pero incluso
para un régimen tan proclive a las provocaciones, el costo de semejante
aventura sería insoportable. Ni los generales en Miraflores ni los comerciantes
del estatus quo están dispuestos a canjear sus cuentas offshore por una guerra
religiosa ajena.
Lo que está en
juego no es la defensa de Irán ni el antiamericanismo de manual, sino la propia
estabilidad del tinglado político-militar que sostiene al régimen. Estados
Unidos, con todas sus sanciones y contradicciones, sigue siendo el cliente más
confiable de PDVSA. Y aunque haya otros compradores (China, India, Rusia),
ninguno ofrece las ventajas logísticas y políticas que otorga un acuerdo
pragmático con Washington. Por eso, más que sumarse a una cruzada
antioccidental con misiles persas, el chavismo apuesta a una negociación
permanente, donde pueda seguir vendiendo crudo a cambio de tolerancia
internacional y tiempo para oxigenar su control interno.
Lo demás
–visitas diplomáticas, fotos con turbantes, vuelos de Mahan Air, declaraciones
contra el sionismo– es pura coreografía para mantener la ilusión de un proyecto
soberano. Pero cuando se apagan las cámaras, la realidad se impone: el chavismo
necesita estabilidad, no aventuras.
La hipótesis
de una Venezuela convertida en plataforma militar iraní suena bien para ciertos
analistas de escritorio o para agencias de inteligencia con presupuesto que
justificar. Pero es una ficción. No solo por razones técnicas y logísticas
(instalar una base nuclear o de misiles no es cuestión de voluntad ideológica),
sino porque implica un compromiso geopolítico que el chavismo no está dispuesto
a asumir. En el fondo, los operadores del régimen saben que pueden jugar al
equilibrista entre potencias, pero no al suicida.
Si algo ha
demostrado el chavismo en sus 25 años de permanencia es una astucia de
sobrevivencia perruna. Puede ser brutal, torpe o cruel, pero nunca estúpido. No
va a entregar su territorio para que lo bombardeen en nombre de una causa
ajena. Mucho menos si eso pone en riesgo su negocio principal: mantenerse en el
poder con el menor conflicto posible, incluso si eso implica vender petróleo al
enemigo de ayer.
Las relaciones
Caracas-Teherán, por tanto, seguirán siendo un matrimonio de conveniencia sin
consumación. Muchos abrazos, pocas armas. Muchos acuerdos firmados, pocos
cumplidos. Y una foto cada tanto para recordarle al mundo que existe una
supuesta alianza de los oprimidos. Pero cuando llega la hora de escoger entre
la épica revolucionaria y la renta petrolera, el chavismo ni lo duda: elige los
petrodólares. Siempre.
Al final, lo
único que se instalará con seguridad en Venezuela no serán bases iraníes ni
radares de largo alcance, sino más negociaciones discretas con Estados Unidos,
más petróleo con rebaja y más tiempo comprado para un modelo que no gobierna,
solo administra su prolongada decadencia.- @humbertotweets
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