jueves, 19 de junio de 2025

Pedagogía del sometimiento

            En la Venezuela revolucionaria, donde el bolívar se evapora antes de tocar el bolsillo y la ley se imprime con la tinta del miedo, el régimen ha decidido dar otra lección magistral de economía y gobernanza: decretar la felicidad por resolución ministerial. Se trata, esta vez, del renacido esquema de “precios acordados”, ese viejo conocido que prometía frenar la inflación y acabó arruinando anaqueles, mercados y familias. Vuelve como un zombi con pedigree chavista, acompañado del viejo estribillo: el pueblo primero. Pero con hambre.

Mientras el Banco Central simula estadísticas como quien disfraza un cadáver con corbata, y la inflación ronda cómodamente los tres dígitos anuales (229 %, para ser exactos), el Ejecutivo proclama con seriedad quirúrgica que los precios pueden ser civilizados por decreto. La realidad, por supuesto, se burla: carne que desaparece, harina que huye y medicinas que se evaporan. La escasez vuelve, pero con discurso inclusivo y rostro bolivariano. Nada que agradecer.

Ahora bien, sería injusto atribuirle toda la creatividad al ministerio de Economía Popular (o como se llame esta semana). El régimen ha desplegado un repertorio que combina con precisión coreográfica el control económico, la represión selectiva y el exilio forzoso. Esta es su fórmula de estabilidad. No hay tal caos: todo está meticulosamente planificado.

Lo económico se controla desde la ficción contable. Lo político, desde el miedo. Esta semana, por ejemplo, el régimen decidió que el chavismo disidente también merece conocer las mazmorras del SEBIN. Rodrigo Cabezas, aquel ministro que en otra época dirigía la política económica de la revolución con entusiasmo ortodoxo, ha sido detenido sin mucha explicación. En su caso, la única inflación relevante parece ser la de su arrepentimiento: Como no pocos chavistas ahora es un renegado de la revolución que una vez ayudó a construir.

En paralelo, la maquinaria represiva del Estado perfecciona su alcance interno: desapariciones forzadas, allanamientos sin orden judicial, y detenciones arbitrarias se han vuelto rutina. La reciente ola de arrestos contra activistas de base y dirigentes vecinales confirma que el chavismo ya no distingue entre adversarios de alto perfil y ciudadanos comunes: todos caben en su lógica de sospecha permanente. Mientras tanto, la Fiscalía de la República, ese bufete privado del Ejecutivo, intensifica su teatro judicial: ahora le ha tocado el turno a antiguos aliados de conveniencia, a los que acusa con torpeza de delitos patrióticos, como si los pecados del régimen pudieran lavarse en juicios mediáticos contra figuras en declive. No importa si el expediente es endeble: lo relevante es el efecto distractor y el mensaje al resto de los opositores.

En este contexto, el ciudadano común —es decir, ese sujeto que sobrevive entre colas, apagones y remesas— debería agradecer. Agradecer que los precios estén “acordados”, aunque la comida no exista. Agradecer que los líderes opositores sean acusados o exiliados, porque así el proceso electoral es más cómodo. Agradecer que el chavismo mantenga la “paz”, aunque sea de cementerio.

Y sin embargo, hay algo más. El régimen no solo exige obediencia. También anhela gratitud. Una gratitud casi litúrgica: por mantenernos respirando aunque con hambre, por ofrecernos una patria que se reduce a símbolos y discursos, por legarnos una herencia revolucionaria tan gloriosa como el colapso de todos sus pilares. Agradecer por la ruina con solemnidad, ese parece ser el nuevo deber ciudadano. De allí que cualquier crítica se convierte en traición, cualquier lamento en conspiración, y cualquier voto en delito.

El chavismo, en su fase terminal, no es ya un régimen: es una liturgia. Una misa negra donde el altar es el poder, y el pueblo —si aún existe— es apenas el coro de fondo. Pero hasta las liturgias más oscuras requieren fe. Y en Venezuela, incluso la fe ha comenzado a escasear.

Por eso, mientras los precios se fijan y los disidentes caen, conviene recordar que en esta tierra la represión no es un accidente. Es un modelo. La inflación no es un error. Es una herramienta. El exilio no es una consecuencia. Es un plan. Y el agradecimiento obligatorio, más que una ironía, es una forma de tortura lenta y burocrática. Una pedagogía del sometimiento.- @humbertotweets

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