El chavismo ha perfeccionado un arte que ya no sorprende a nadie: organizar elecciones sin electores, escenificar comicios con resultados prefabricados, legitimar lo ilegítimo a punta de boletas vacías y amenazas llenas. El 25 de mayo se celebrará —¿celebrará?— otra jornada electoral en Venezuela. Otra pantomima, otro capítulo del teatro autoritario que algunos insisten en llamar “proceso electoral”. Y sin embargo, la pregunta permanece: ¿quién irá a votar y por qué?
A estas
alturas, nadie en su sano juicio puede esperar que la mayoría de los
venezolanos acuda voluntariamente a las urnas. La experiencia, esa maestra
cruel y constante, ha enseñado que en Venezuela no se vota para elegir, sino
para convalidar lo ya decidido. El fraude, más que una posibilidad, es el punto
de partida. El Consejo Nacional Electoral es un apéndice del régimen; los
resultados no son contados, son diseñados. Votar, en este contexto, ha dejado
de ser un acto de participación para convertirse en una prueba de fe —o peor
aún, de miedo.
Y sin embargo,
aunque el desánimo es generalizado y la certeza del fraude paraliza, no es
seguro que la abstención sea total. A diferencia de lo que cabría esperar en
una democracia (ese artefacto olvidado en nuestra geografía política), aquí el
miedo puede más que la convicción. Se vota no por esperanza, sino por pánico.
No por convicción, sino por chantaje.
El chavismo ha
desarrollado una maquinaria de control social que haría palidecer a cualquier
burócrata cubano. A través del Carnet de la Patria, los Comités Locales de
Abastecimiento y Producción (CLAP) y los Consejos Comunales, el régimen ha
logrado una vigilancia de proximidad: no es el Estado el que te vigila desde
arriba, es tu vecino el que te denuncia desde al lado. Se ha descentralizado la
represión, convirtiéndola en linchamiento político.
En los
barrios, en las comunidades, en los bloques y urbanizaciones populares, ser
opositor no es simplemente tener una opinión distinta. Es ser enemigo del
pueblo, traidor a la patria, saboteador de la paz. El costo de no votar puede
ir desde perder una bolsa de comida hasta perder la libertad. Por eso, incluso
muchos que desprecian al régimen terminarán acudiendo a las urnas: no para
elegir, sino para protegerse.
La lógica del
miedo es eficaz. ¿Quién quiere ser excluido de la lista de subsidios? ¿Quién
desea ser señalado por los colectivos? ¿Quién se arriesgará a no tener el sello
en el carnet digital que demuestra “lealtad” al proceso? En estas elecciones,
el voto no es secreto, ni libre, ni directo. Es una obligación disfrazada, una
coacción disimulada, una trampa emocional.
Históricamente,
el chavismo se sostuvo electoralmente gracias a un amplio y sofisticado sistema
de clientelas y de fraude. El voto se compraba con promesas de vivienda, bonos,
becas y electrodomésticos. Hoy, el modelo ha mutado. Ya no se compra el voto:
se impone. Ya no se premia al leal, se castiga al disidente. Es el paso de la
zanahoria al mazo, del populismo al totalitarismo.
Los Consejos
Comunales y los colectivos chavistas no son solo órganos de participación
popular —como dice la propaganda oficial— sino engranajes de control político.
Funcionan como comisarías ideológicas, listando a los vecinos “poco
comprometidos”, anotando ausencias en marchas, contando votos no emitidos. El
mensaje es claro: “O estás con nosotros, o no comes”. “O estás con nosotros, o
pagas las consecuencias”
En este
contexto, el acto de ir a votar se transforma en una humillación pública, una
forma de sobrevivencia. Se vota para no ser perseguido. Se vota para no
desaparecer de las listas. Se vota para que no le pase nada a tu hijo, a tu
madre, a tu hermana. No es política: es burda extorsión.
El CNE
chavista —que solo debería llamarse CNE si se acepta que la “E” es de engaño—
nunca ha sentido pudor en alterar resultados, modificar actas, inventar votos o
inflar cifras. La transparencia es una palabra prohibida en el vocabulario del
régimen. Por eso, incluso con una participación raquítica, podrán declarar que
“el pueblo habló”. No importa cuántos voten realmente, porque nadie lo sabrá.
El chavismo
solo necesita una minoría disciplinada y atemorizada que acuda a votar para
fingir una mayoría popular. Un 10% de participación puede convertirse, gracias
a la alquimia del fraude, en un 70% de apoyo. Las cifras serán maquilladas, las
urnas llenadas y las victorias celebradas.
Pero quizás el
dato más trágico no sea cuántos voten, sino cuántos callen. Cuántos acepten el
chantaje. Cuántos bajen la cabeza para no perder la bolsa del CLAP. Cuántos se
dejen marcar como ganado político. Porque en Venezuela, el acto más subversivo
ya no es protestar, sino simplemente no votar. Y sin embargo, muchos no podrán
darse ese lujo.
Por eso, el 25
de mayo no será una elección. Será un censo del miedo. Una cartografía de la
sumisión. Un registro del terror convertido en mecanismo de gobernabilidad. El
chavismo no necesita votos libres, solo cuerpos obedientes. Y en eso,
lamentablemente, sigue siendo muy eficiente.
¿El futuro? No
está en las urnas amañadas ni en las cifras manipuladas. Está en romper el
cerco del miedo. Pero para eso se requiere algo que hoy escasea más que el gas
o la gasolina: una estrategia política sostenible por parte de las fuerzas no
chavistas. Mientras tanto, la dictadura sonríe, sabiendo que puede contar con
los votos del hambre, la amenaza y el silencio.- @humbertotweets
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