lunes, 28 de abril de 2025

¿Votar por miedo o con miedo?

            El chavismo ha perfeccionado un arte que ya no sorprende a nadie: organizar elecciones sin electores, escenificar comicios con resultados prefabricados, legitimar lo ilegítimo a punta de boletas vacías y amenazas llenas. El 25 de mayo se celebrará —¿celebrará?— otra jornada electoral en Venezuela. Otra pantomima, otro capítulo del teatro autoritario que algunos insisten en llamar “proceso electoral”. Y sin embargo, la pregunta permanece: ¿quién irá a votar y por qué?

A estas alturas, nadie en su sano juicio puede esperar que la mayoría de los venezolanos acuda voluntariamente a las urnas. La experiencia, esa maestra cruel y constante, ha enseñado que en Venezuela no se vota para elegir, sino para convalidar lo ya decidido. El fraude, más que una posibilidad, es el punto de partida. El Consejo Nacional Electoral es un apéndice del régimen; los resultados no son contados, son diseñados. Votar, en este contexto, ha dejado de ser un acto de participación para convertirse en una prueba de fe —o peor aún, de miedo.

Y sin embargo, aunque el desánimo es generalizado y la certeza del fraude paraliza, no es seguro que la abstención sea total. A diferencia de lo que cabría esperar en una democracia (ese artefacto olvidado en nuestra geografía política), aquí el miedo puede más que la convicción. Se vota no por esperanza, sino por pánico. No por convicción, sino por chantaje.

El chavismo ha desarrollado una maquinaria de control social que haría palidecer a cualquier burócrata cubano. A través del Carnet de la Patria, los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y los Consejos Comunales, el régimen ha logrado una vigilancia de proximidad: no es el Estado el que te vigila desde arriba, es tu vecino el que te denuncia desde al lado. Se ha descentralizado la represión, convirtiéndola en linchamiento político.

En los barrios, en las comunidades, en los bloques y urbanizaciones populares, ser opositor no es simplemente tener una opinión distinta. Es ser enemigo del pueblo, traidor a la patria, saboteador de la paz. El costo de no votar puede ir desde perder una bolsa de comida hasta perder la libertad. Por eso, incluso muchos que desprecian al régimen terminarán acudiendo a las urnas: no para elegir, sino para protegerse.

La lógica del miedo es eficaz. ¿Quién quiere ser excluido de la lista de subsidios? ¿Quién desea ser señalado por los colectivos? ¿Quién se arriesgará a no tener el sello en el carnet digital que demuestra “lealtad” al proceso? En estas elecciones, el voto no es secreto, ni libre, ni directo. Es una obligación disfrazada, una coacción disimulada, una trampa emocional.

Históricamente, el chavismo se sostuvo electoralmente gracias a un amplio y sofisticado sistema de clientelas y de fraude. El voto se compraba con promesas de vivienda, bonos, becas y electrodomésticos. Hoy, el modelo ha mutado. Ya no se compra el voto: se impone. Ya no se premia al leal, se castiga al disidente. Es el paso de la zanahoria al mazo, del populismo al totalitarismo.

Los Consejos Comunales y los colectivos chavistas no son solo órganos de participación popular —como dice la propaganda oficial— sino engranajes de control político. Funcionan como comisarías ideológicas, listando a los vecinos “poco comprometidos”, anotando ausencias en marchas, contando votos no emitidos. El mensaje es claro: “O estás con nosotros, o no comes”. “O estás con nosotros, o pagas las consecuencias”

 

En este contexto, el acto de ir a votar se transforma en una humillación pública, una forma de sobrevivencia. Se vota para no ser perseguido. Se vota para no desaparecer de las listas. Se vota para que no le pase nada a tu hijo, a tu madre, a tu hermana. No es política: es burda extorsión.

El CNE chavista —que solo debería llamarse CNE si se acepta que la “E” es de engaño— nunca ha sentido pudor en alterar resultados, modificar actas, inventar votos o inflar cifras. La transparencia es una palabra prohibida en el vocabulario del régimen. Por eso, incluso con una participación raquítica, podrán declarar que “el pueblo habló”. No importa cuántos voten realmente, porque nadie lo sabrá.

El chavismo solo necesita una minoría disciplinada y atemorizada que acuda a votar para fingir una mayoría popular. Un 10% de participación puede convertirse, gracias a la alquimia del fraude, en un 70% de apoyo. Las cifras serán maquilladas, las urnas llenadas y las victorias celebradas.

Pero quizás el dato más trágico no sea cuántos voten, sino cuántos callen. Cuántos acepten el chantaje. Cuántos bajen la cabeza para no perder la bolsa del CLAP. Cuántos se dejen marcar como ganado político. Porque en Venezuela, el acto más subversivo ya no es protestar, sino simplemente no votar. Y sin embargo, muchos no podrán darse ese lujo.

Por eso, el 25 de mayo no será una elección. Será un censo del miedo. Una cartografía de la sumisión. Un registro del terror convertido en mecanismo de gobernabilidad. El chavismo no necesita votos libres, solo cuerpos obedientes. Y en eso, lamentablemente, sigue siendo muy eficiente.

¿El futuro? No está en las urnas amañadas ni en las cifras manipuladas. Está en romper el cerco del miedo. Pero para eso se requiere algo que hoy escasea más que el gas o la gasolina: una estrategia política sostenible por parte de las fuerzas no chavistas. Mientras tanto, la dictadura sonríe, sabiendo que puede contar con los votos del hambre, la amenaza y el silencio.- @humbertotweets

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