La mal llamada revolución bolivariana, otrora bañada en retórica emancipadora y discursos de justicia social, ha mutado con precisión quirúrgica en un aparato de dominación cuya anatomía recuerda más a un panóptico tropical que a una democracia participativa. Lo que Nicolás Maduro preside —porque gobernar sería otra cosa— es la consolidación de un estado policía, de esos que ya no requieren campos de concentración porque han perfeccionado la jaula invisible.
La violencia
estatal en Venezuela dejó hace rato de ser respuesta para convertirse en método
político. Las fuerzas de seguridad, convertidas en brazo ejecutor de un poder
paranoico, han institucionalizado la represión como herramienta de gobierno. El
asesinato político —ese que mata con uniforme, con siglas (FAES, SEBIN, DGCIM)
y con impunidad— no es desvío, es doctrina. Quien disiente, se arriesga. Quien
protesta, se entrega. Quien sobrevive, se calla. Toda una perversión de la
verdadera política cuya degeneración es alentada al mismo tiempo por chavistas
y falsos opositores.
La pedagogía
del miedo no es nueva, pero en Venezuela ha alcanzado una eficacia temible: la
cárcel como advertencia, la tortura como mensaje, el exilio como alivio.
Los regímenes
autoritarios del siglo XXI no necesitan uniformes grises ni estatuas de Stalin;
les basta con un Carnet de la Patria. Este instrumento, presentado como llave
de acceso a subsidios y beneficios, es en realidad un código de barras
político: permite saber quién vota, quién no, quién aplaude, quién duda. Su promesa
es comida; su amenaza, hambre.
A esto se suma
la estructura de Consejos Comunales, red de vigilancia de base que vigila,
informa y adoctrina. No son instancias de poder popular sino ojos del poder
sobre el pueblo. Son las "juntas de vecinos" del totalitarismo: te
llaman camarada, pero anotan tu silencio.
La paradoja de
Venezuela es que su estado policía convoca elecciones. Muchas. Con frecuencia
sospechosa. Pero aquí no se trata de contar votos, sino de contar con los votos
necesarios para legitimar lo ilegítimo. El Consejo Nacional Electoral es más
coreógrafo que árbitro: ensaya resultados, pule porcentajes, ajusta la
coreografía.
¿Participación
ciudadana? Sí, pero en pura apariencia. Las condiciones están tan estrechamente
controladas que cualquier esperanza de alternancia real se estrella contra un
sistema blindado. Participar en esas elecciones es como jugar ajedrez con un
tablero que se derrite cada vez que se amenaza al rey.
Nada de esto
sería posible sin el consentimiento —más aún, sin la complicidad— de las
Fuerzas Armadas. No son garantes de soberanía ni defensores del pueblo. Son la
columna central del régimen, su sostén blindado y su brazo económico. Se han
convertido en militares de mercado, con acceso a divisas, a empresas estatales,
a contratos y prebendas. Pero sobre todo, son militares de partido.
En nombre del
legado de Chávez, las FANB dejaron de ser instituciones del Estado para
convertirse en herramientas del Estado chavista. Su lealtad no es
constitucional, es transaccional. Mientras haya botín, hay obediencia.
La pregunta
inevitable es si se puede transformar un estado policía desde los estrechos
márgenes que este mismo tolera. La respuesta es casi insultante por lo obvia:
no. No se desmonta un aparato de control desde el interior del engranaje, ni se
derrota un sistema que controla cuándo, cómo y quién puede participar.
Insistir en
vías institucionales dentro de un orden que ha sido diseñado precisamente para
impedir el cambio, es como pretender escapar de una prisión pidiendo la llave al
carcelero. En Venezuela, el voto ha sido reducido a acto de obediencia, el
carnet a bozal, y el uniforme a símbolo de fidelidad ciega. El estado policía
chavista ya no se construye: se administra.- @humbertotweets
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