lunes, 28 de abril de 2025

¿Votar por miedo o con miedo?

            El chavismo ha perfeccionado un arte que ya no sorprende a nadie: organizar elecciones sin electores, escenificar comicios con resultados prefabricados, legitimar lo ilegítimo a punta de boletas vacías y amenazas llenas. El 25 de mayo se celebrará —¿celebrará?— otra jornada electoral en Venezuela. Otra pantomima, otro capítulo del teatro autoritario que algunos insisten en llamar “proceso electoral”. Y sin embargo, la pregunta permanece: ¿quién irá a votar y por qué?

A estas alturas, nadie en su sano juicio puede esperar que la mayoría de los venezolanos acuda voluntariamente a las urnas. La experiencia, esa maestra cruel y constante, ha enseñado que en Venezuela no se vota para elegir, sino para convalidar lo ya decidido. El fraude, más que una posibilidad, es el punto de partida. El Consejo Nacional Electoral es un apéndice del régimen; los resultados no son contados, son diseñados. Votar, en este contexto, ha dejado de ser un acto de participación para convertirse en una prueba de fe —o peor aún, de miedo.

Y sin embargo, aunque el desánimo es generalizado y la certeza del fraude paraliza, no es seguro que la abstención sea total. A diferencia de lo que cabría esperar en una democracia (ese artefacto olvidado en nuestra geografía política), aquí el miedo puede más que la convicción. Se vota no por esperanza, sino por pánico. No por convicción, sino por chantaje.

El chavismo ha desarrollado una maquinaria de control social que haría palidecer a cualquier burócrata cubano. A través del Carnet de la Patria, los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y los Consejos Comunales, el régimen ha logrado una vigilancia de proximidad: no es el Estado el que te vigila desde arriba, es tu vecino el que te denuncia desde al lado. Se ha descentralizado la represión, convirtiéndola en linchamiento político.

En los barrios, en las comunidades, en los bloques y urbanizaciones populares, ser opositor no es simplemente tener una opinión distinta. Es ser enemigo del pueblo, traidor a la patria, saboteador de la paz. El costo de no votar puede ir desde perder una bolsa de comida hasta perder la libertad. Por eso, incluso muchos que desprecian al régimen terminarán acudiendo a las urnas: no para elegir, sino para protegerse.

La lógica del miedo es eficaz. ¿Quién quiere ser excluido de la lista de subsidios? ¿Quién desea ser señalado por los colectivos? ¿Quién se arriesgará a no tener el sello en el carnet digital que demuestra “lealtad” al proceso? En estas elecciones, el voto no es secreto, ni libre, ni directo. Es una obligación disfrazada, una coacción disimulada, una trampa emocional.

Históricamente, el chavismo se sostuvo electoralmente gracias a un amplio y sofisticado sistema de clientelas y de fraude. El voto se compraba con promesas de vivienda, bonos, becas y electrodomésticos. Hoy, el modelo ha mutado. Ya no se compra el voto: se impone. Ya no se premia al leal, se castiga al disidente. Es el paso de la zanahoria al mazo, del populismo al totalitarismo.

Los Consejos Comunales y los colectivos chavistas no son solo órganos de participación popular —como dice la propaganda oficial— sino engranajes de control político. Funcionan como comisarías ideológicas, listando a los vecinos “poco comprometidos”, anotando ausencias en marchas, contando votos no emitidos. El mensaje es claro: “O estás con nosotros, o no comes”. “O estás con nosotros, o pagas las consecuencias”

 

En este contexto, el acto de ir a votar se transforma en una humillación pública, una forma de sobrevivencia. Se vota para no ser perseguido. Se vota para no desaparecer de las listas. Se vota para que no le pase nada a tu hijo, a tu madre, a tu hermana. No es política: es burda extorsión.

El CNE chavista —que solo debería llamarse CNE si se acepta que la “E” es de engaño— nunca ha sentido pudor en alterar resultados, modificar actas, inventar votos o inflar cifras. La transparencia es una palabra prohibida en el vocabulario del régimen. Por eso, incluso con una participación raquítica, podrán declarar que “el pueblo habló”. No importa cuántos voten realmente, porque nadie lo sabrá.

El chavismo solo necesita una minoría disciplinada y atemorizada que acuda a votar para fingir una mayoría popular. Un 10% de participación puede convertirse, gracias a la alquimia del fraude, en un 70% de apoyo. Las cifras serán maquilladas, las urnas llenadas y las victorias celebradas.

Pero quizás el dato más trágico no sea cuántos voten, sino cuántos callen. Cuántos acepten el chantaje. Cuántos bajen la cabeza para no perder la bolsa del CLAP. Cuántos se dejen marcar como ganado político. Porque en Venezuela, el acto más subversivo ya no es protestar, sino simplemente no votar. Y sin embargo, muchos no podrán darse ese lujo.

Por eso, el 25 de mayo no será una elección. Será un censo del miedo. Una cartografía de la sumisión. Un registro del terror convertido en mecanismo de gobernabilidad. El chavismo no necesita votos libres, solo cuerpos obedientes. Y en eso, lamentablemente, sigue siendo muy eficiente.

¿El futuro? No está en las urnas amañadas ni en las cifras manipuladas. Está en romper el cerco del miedo. Pero para eso se requiere algo que hoy escasea más que el gas o la gasolina: una estrategia política sostenible por parte de las fuerzas no chavistas. Mientras tanto, la dictadura sonríe, sabiendo que puede contar con los votos del hambre, la amenaza y el silencio.- @humbertotweets

jueves, 24 de abril de 2025

La MUD desestima el factor militar

            En Venezuela, la política se discute como si aún operara en condiciones normales. Como si el régimen chavista fuera apenas una dictadura de discursos altisonantes, y no un aparato autoritario con columna vertebral militar. Como si bastaran votos, denuncias o apoyos internacionales para desplazar del poder a una estructura que no se sostiene por simpatías populares —hace rato extraviadas— ni por legitimidad institucional —jamás existente—, sino por algo mucho más elemental y decisivo: las armas.

El chavismo sigue en el poder porque controla, sin fisuras, a las Fuerzas Armadas Nacionales Bolivarianas (FANB). Así de simple. Y así de inaceptable para buena parte de la dirigencia opositora, que prefiere aferrarse a relatos más digeribles, aunque completamente errados. Que el régimen sobrevive gracias al respaldo de China, Rusia e Irán, repite Julio Borges —todavía— en podcasts de plataformas afines. Que si la comunidad internacional aprieta, que si se agudiza la crisis económica, que si se habilita a un candidato “moderado”… Todo, menos mirar de frente lo obvio: el poder real en Venezuela está en manos de los militares.

Y no de unos militares institucionales, como todavía creen —o fingen creer— algunos analistas de la MUD y sus epígonos. No hay “ala profesional” ni “sector constitucionalista” esperando su momento para rescatar la democracia. No hay fuerza interna dispuesta a protagonizar un quiebre como el de 1958. Lo que hay es una estructura armada al servicio del régimen, ideológicamente colonizada, económicamente beneficiada y, sobre todo, políticamente comprometida con la supervivencia del chavismo.

Esto no es exclusivo de Venezuela. Es el mismo modelo cubano, el mismo nicaragüense: un poder político sostenido por la fidelidad selectiva de las Fuerzas Armadas. No hay margen para neutralidad. Quien duda, es purgado. Quien aspira, es degradado. Quien molesta, es encarcelado. Así se garantizan lealtades. No por convencimiento ideológico, sino por preservación de privilegios y miedo a las consecuencias. Los militares que quedan no son institucionales: son parte integral del régimen. Son el régimen.

Pensar, como algunos aún hacen, que un “cambio político” es posible con el acompañamiento de las FANB, es alimentar una ilusión peligrosa. No porque sea ingenua —que lo es—, sino porque desactiva toda estrategia seria. Si se cree que es posible convencer a los militares para que acompañen una transición, entonces se apostará a la moderación, al diálogo, a las promesas de amnistía. Es decir, a la nada.

¿Puede haber fracturas internas? ¿Conspiraciones, descontentos, divisiones? Claro. Todo régimen autoritario convive con ellas. Pero convertir esa posibilidad remota en eje estratégico es un disparate. Las purgas internas, como en Cuba y Nicaragua, no son excepción sino método. El chavismo ha aprendido que su supervivencia depende de mantener a raya cualquier desviación en el seno militar. Lo hace con vigilancia, prebendas y represión selectiva. Y le ha funcionado.

Mientras tanto, la oposición sigue tratando de pescar aliados entre oficiales comprometidos hasta la médula, como si todavía fueran comandantes de la República y no operadores de un régimen. Y cada vez que se les cierra una puerta, improvisan otra. Llaman a votar, luego a no votar. Piden sanciones, luego las rechazan. Apoyan a un líder, luego lo desechan. Pero jamás ajustan el diagnóstico principal: que el enemigo tiene fusiles, no argumentos.

No habrá salida real de la crisis venezolana sin enfrentar la estructura militar del chavismo. No habrá transición sin quebrar el vínculo entre el régimen y sus bayonetas. Y ese quiebre no ocurrirá desde dentro, por razones morales o institucionales, sino desde fuera, por presión, por aislamiento, por cerco efectivo. Es una dialéctica tan inevitable como difícil de aceptar.

Mientras la dirigencia opositora no entienda que se enfrenta a un régimen armado, no político, seguirá dando bandazos. Seguirá hablando de elecciones sin condiciones, de pactos imposibles, de apoyos que no existen. Seguirá perdiendo tiempo, legitimidad y país. Y el chavismo, mientras tanto, seguirá firme. No porque sea fuerte, sino porque tiene quien lo defienda con balas.- @humbertotweets

lunes, 21 de abril de 2025

El chavismo dividió a la MUD

El régimen chavista no necesita votos para ganar elecciones; le basta con dividir a quienes aún creen que con votos puede derrocarse. En eso ha sido eficaz. La llamada oposición democrática venezolana, agrupada en la MUD y sus derivados, ha vuelto a demostrarse incapaz de articular una estrategia política coherente, sostenida y realista. En su lugar, ofrece un espectáculo ya conocido: la fragmentación. Esta vez, no sólo entre partidos y liderazgos, sino también —y quizá más dramáticamente— entre geografías y posturas: entre quienes están dentro y fuera del país, y entre quienes llaman a votar y quienes llaman a no hacerlo.

Todo esto, por supuesto, no es casualidad. Nicolás Maduro no es un gran estratega, pero sabe explotar la torpeza ajena. Habilita a unos candidatos, inhabilita a otros, suelta amarras legales, luego las aprieta. Todo, como siempre, con la Constitución chavista en una mano y los militares en la otra. Y esa oposición, como tantas veces, se deja arrastrar: se indigna, protesta, recula, claudica o —peor— actúa como si nada hubiera pasado. Como si tuviera sentido ir a elecciones sin condiciones mínimas, sin árbitro confiable, sin registro electoral transparente, sin medios ni recursos. Como si la historia reciente no existiera.

El 28 de julio de 2024 fue un momento crucial. A pesar de la ausencia de garantías reales, la oposición —de nuevo— llamó a votar. Lo hizo con entusiasmo, con épica, con fe. Y el país respondió. Millones acudieron a las urnas con la esperanza de iniciar el tránsito hacia un cambio pacífico. Fue un acto de valentía, sí, pero también de ingenuidad. Porque no bastaba con ganar en votos: había que cobrar. Y esa parte, la más difícil, fue omitida por completo en la estrategia.

¿Resultado? Una enorme expectativa frustrada. Un capital político dilapidado. Una dirección que no supo ni pudo convertir la victoria simbólica en presión real. Lo que vino después fue desmovilización, desencanto y la división. Algunos comenzaron a cuestionar la lógica de “votar sin condiciones”. Otros, aún atrapados en el optimismo de la urna, insistieron en repetir la fórmula.

Ahora la historia se repite, pero con menos ilusión y más fractura. El 25 de mayo se anuncia como otra “oportunidad histórica”. Pero la oposición llega fragmentada. Ya no se trata sólo de partidos enfrentados, sino de un quiebre más profundo: el que separa a quienes aún creen que votar sirve de algo, y quienes sostienen que, sin condiciones, sólo se legitima una farsa. El drama se acentúa entre los exiliados y los que están en el país: unos llaman a abstenerse sin recordar deliberadamente sus llamados a votar el año pasado, otros claman por participar desde la precariedad y la represión cotidiana.

Esta división no es sólo culpa de Maduro, aunque él la aproveche con placer. Es también —y sobre todo— fruto del fracaso estratégico de la oposición. Porque llamar a votar sin garantías mínimas, sin plan de contingencia, sin fuerza para enfrentar un fraude, es repetir el error. Es ignorar lo que ya ocurrió. Y lo peor: es preparar el terreno para que vuelva a pasar.

La lógica del régimen es clara: habilitar a unos, inhabilitar a otros. No por razones jurídicas, sino por cálculo político. ¿Quién divide más? ¿Quién resta más votos? ¿Quién fragmenta más la narrativa? Esas son las preguntas que definen las decisiones del chavismo en materia electoral. Y la oposición, en vez de responder con una estrategia común, cae en el juego. Unos celebran su habilitación como si fuera un logro; otros denuncian su exclusión como si fuera una sorpresa. Nadie parece entender que no se trata de competir, sino de sobrevivir. Y que en este tablero manipulado, cualquier candidatura sin condiciones es apenas una pieza más del decorado.

Lo más doloroso de esta historia no es la represión, ni la censura, ni siquiera la miseria: es la repetición. La oposición venezolana ha cometido, una y otra vez, los mismos errores. Ha subestimado al adversario, ha sobrestimado su fuerza, ha priorizado la moral sobre la eficacia. Y cada vez que lo ha hecho, ha salido debilitada. El llamado a votar sin condiciones —primero en 2024, ahora en 2025— no es un acto de valentía, sino otro eslabón en la larga cadena de desaciertos. Un error político costoso, que divide más de lo que suma, que desmoviliza más de lo que entusiasma.

Una sociedad cansada, una dirigencia deslegitimada, un régimen más fuerte en su control que en su popularidad. Y una pregunta incómoda: ¿hasta cuándo se insistirá en fórmulas fallidas? La unidad, ese viejo mantra opositor, ya no es un objetivo: es una quimera. El chavismo, sin haber cambiado una coma de su guión autoritario, ha logrado lo que parecía imposible: una oposición dividida entre sí y dividida consigo misma. Entre los que están y los que no. Entre los que creen y los que ya no creen. Entre los que votan por convicción y los que se abstienen por escepticismo.

Quizás algún día alguien haga el balance final y descubra que el chavismo se sostuvo menos por sus aciertos que por los errores ajenos. Que su victoria no fue tanto electoral como psicológica. Que supo, con paciencia y cinismo, dividir hasta el cansancio a quienes pretendían enfrentarlo. Y que lo hizo no porque fuera más fuerte, sino porque enfrente tenía una dirigencia incapaz de aprender de sus propios fracasos.- @humbertotweets

jueves, 17 de abril de 2025

La instauración del estado policía chavista

            La mal llamada revolución bolivariana, otrora bañada en retórica emancipadora y discursos de justicia social, ha mutado con precisión quirúrgica en un aparato de dominación cuya anatomía recuerda más a un panóptico tropical que a una democracia participativa. Lo que Nicolás Maduro preside —porque gobernar sería otra cosa— es la consolidación de un estado policía, de esos que ya no requieren campos de concentración porque han perfeccionado la jaula invisible.

La violencia estatal en Venezuela dejó hace rato de ser respuesta para convertirse en método político. Las fuerzas de seguridad, convertidas en brazo ejecutor de un poder paranoico, han institucionalizado la represión como herramienta de gobierno. El asesinato político —ese que mata con uniforme, con siglas (FAES, SEBIN, DGCIM) y con impunidad— no es desvío, es doctrina. Quien disiente, se arriesga. Quien protesta, se entrega. Quien sobrevive, se calla. Toda una perversión de la verdadera política cuya degeneración es alentada al mismo tiempo por chavistas y falsos opositores.

La pedagogía del miedo no es nueva, pero en Venezuela ha alcanzado una eficacia temible: la cárcel como advertencia, la tortura como mensaje, el exilio como alivio.

Los regímenes autoritarios del siglo XXI no necesitan uniformes grises ni estatuas de Stalin; les basta con un Carnet de la Patria. Este instrumento, presentado como llave de acceso a subsidios y beneficios, es en realidad un código de barras político: permite saber quién vota, quién no, quién aplaude, quién duda. Su promesa es comida; su amenaza, hambre.

A esto se suma la estructura de Consejos Comunales, red de vigilancia de base que vigila, informa y adoctrina. No son instancias de poder popular sino ojos del poder sobre el pueblo. Son las "juntas de vecinos" del totalitarismo: te llaman camarada, pero anotan tu silencio.

La paradoja de Venezuela es que su estado policía convoca elecciones. Muchas. Con frecuencia sospechosa. Pero aquí no se trata de contar votos, sino de contar con los votos necesarios para legitimar lo ilegítimo. El Consejo Nacional Electoral es más coreógrafo que árbitro: ensaya resultados, pule porcentajes, ajusta la coreografía.

¿Participación ciudadana? Sí, pero en pura apariencia. Las condiciones están tan estrechamente controladas que cualquier esperanza de alternancia real se estrella contra un sistema blindado. Participar en esas elecciones es como jugar ajedrez con un tablero que se derrite cada vez que se amenaza al rey.

Nada de esto sería posible sin el consentimiento —más aún, sin la complicidad— de las Fuerzas Armadas. No son garantes de soberanía ni defensores del pueblo. Son la columna central del régimen, su sostén blindado y su brazo económico. Se han convertido en militares de mercado, con acceso a divisas, a empresas estatales, a contratos y prebendas. Pero sobre todo, son militares de partido.

En nombre del legado de Chávez, las FANB dejaron de ser instituciones del Estado para convertirse en herramientas del Estado chavista. Su lealtad no es constitucional, es transaccional. Mientras haya botín, hay obediencia.

La pregunta inevitable es si se puede transformar un estado policía desde los estrechos márgenes que este mismo tolera. La respuesta es casi insultante por lo obvia: no. No se desmonta un aparato de control desde el interior del engranaje, ni se derrota un sistema que controla cuándo, cómo y quién puede participar.

Insistir en vías institucionales dentro de un orden que ha sido diseñado precisamente para impedir el cambio, es como pretender escapar de una prisión pidiendo la llave al carcelero. En Venezuela, el voto ha sido reducido a acto de obediencia, el carnet a bozal, y el uniforme a símbolo de fidelidad ciega. El estado policía chavista ya no se construye: se administra.- @humbertotweets

lunes, 14 de abril de 2025

Hacia la normalidad electoral

            En Venezuela, las elecciones dejaron de ser eventos democráticos hace rato. Pero nada tan obsceno como lo que está en curso: unas elecciones regionales y legislativas —anunciadas por el chavismo para mayo de 2025— que pretenden no sólo legitimar el sistema, sino borrar el robo político más grotesco de nuestra historia reciente: el de las presidenciales del 28 de julio de 2024. Participar en esas elecciones no es un acto de realismo ni de pragmatismo. Es un acto de complicidad.

La trampa está servida. No hay condiciones electorales mínimas. No hay árbitro confiable, no hay registro depurado, no hay equilibrio en el acceso a medios ni respeto a la legalidad. Y, sobre todo, no hay memoria. El chavismo sabe que su poder no descansa en votos, sino en la simulación de una democracia: necesita una oposición domesticada que asista al ritual electoral para que el mundo pueda seguir fingiendo que aquí todavía hay república. Mientras tanto, el país real —ese que vive con tres empleos, sin agua, sin luz, sin justicia— ya no vota: sobrevive.

¿Entonces por qué se convoca a elecciones? La respuesta es tan burda como efectiva: porque hacen falta cómplices que le ayuden al régimen a pasar la página. Después del zarpazo del 28 de julio —cuando se le negó la victoria a la candidatura unitaria a través de un fraude sistemático, técnico, mediático y judicial—, el chavismo necesita oxígeno. Y nada oxigena tanto a un régimen autoritario como una oposición que sigue jugando en su cancha, con su árbitro, con su guión.

La narrativa es conocida. Participar “para no dejar espacios vacíos”, “para no desconectarse del pueblo”, “porque es lo que hay”. Es el eterno regreso de la oposición que confunde presencia con poder, y sobrevivencia con estrategia. El resultado está cantado: un reparto de cuotas. Algunos cargos aquí, unas curules allá. Un premio de consolación ofrecido por el régimen a cambio de silencio. Y todo independientemente de los votos. Porque eso es lo único que no cuenta en Venezuela: el voto.

Esta no es una crítica moralista. Es un diagnóstico estructural. El sistema electoral venezolano está diseñado para simular alternancia sin permitirla. La única forma de que la oposición acceda a un cargo es que el chavismo así lo decida, no que el pueblo lo elija. El sufragio, en este contexto, es una ficción útil: no para escoger representantes, sino para mantener funcionando la maquinaria de la dominación bajo apariencia de legalidad.

Pero hay algo aún más grave: al participar en estas elecciones, se convalida el despojo de 2024. Se legitima retroactivamente el crimen. Se le concede al chavismo el derecho de seguir convocando elecciones como si nada hubiera pasado. Se borra el antecedente y se normaliza la usurpación. El mensaje que se envía es letal: pueden hacer trampa hoy, y si convocan a votar mañana, aquí estaremos de nuevo, con la gorra tricolor y el tuit listo.

La política no es un acto de fe. Es un ejercicio de poder. Y todo poder necesita límites. El chavismo ya entendió que la oposición venezolana —o buena parte de ella— no está dispuesta a trazar líneas. Siempre hay una excusa para volver a participar. Siempre hay un argumento para justificar la rendición. En nombre del realismo, se ha renunciado al sentido.

Hay que desmontar la lógica tramposa del sistema. Que hay que recuperar el conflicto como categoría política. Que hay que volver a hablar con claridad: sin condiciones, no hay elecciones. Sin justicia, no hay convivencia. Sin verdad, no hay reconciliación.

Lo que está en juego no es una alcaldía ni una gobernación. Es la memoria. Es la dignidad política de un país que fue estafado en cadena nacional y que ahora pretende ser convidado al olvido. Participar en esas elecciones no es un gesto democrático. Es una coartada. Y ya basta de servirle de coartada a quien hace del fraude su forma de gobierno.- @humbertotweets

viernes, 11 de abril de 2025

Confusión en Miraflores con Trump

            El régimen chavista está confundido. No sabe a qué atenerse con el nuevo Trump. A diferencia de su primer mandato, cuando lanzó amenazas altisonantes y abrazó a Juan Guaidó como “presidente legítimo”, el Trump de 2025 llegó al poder sin aspavientos, sin discursos grandilocuentes y, curiosamente, sin mencionar a Venezuela en sus primeras semanas. Pero el silencio fue táctico, no desinterés. Porque si algo ha quedado claro en estos primeros meses de su segunda administración es que Trump no olvida, y menos perdona.

La primera medida no fue una declaración, sino una acción concreta: revocación inmediata de la licencia 41, esa que durante el mandato de Biden permitió a las petroleras estadounidenses seguir alimentando al régimen de Maduro con ingresos frescos. Luego vino el golpe inesperado: un arancel extra del 25% sobre el petróleo comprado al chavismo, una decisión que sacudió tanto a los intermediarios como a la cúpula gobernante en Caracas. Sin amenazas, sin discursos: solo garrote.

Y al mismo tiempo, el mismo gobierno que lanza el garrote negocia. Lo hace sin remilgos y sin ocultarse. Se sienta con emisarios del régimen para discutir temas concretos: la repatriación de venezolanos deportados desde EE.UU. y la liberación de ciudadanos norteamericanos detenidos en Venezuela. Hasta ahora, ningún gesto hacia los presos políticos venezolanos, ninguna alusión a las libertades civiles. Pero la lógica es evidente: primero construir poder, luego negociar condiciones políticas.

Esa combinación —presión económica directa y negociación práctica— parece haber descolocado al chavismo, acostumbrado a los extremos: o al delirio revolucionario antiimperialista o al compadreo disfrazado de “diálogo”. Con Trump no hay ni lo uno ni lo otro. Lo que hay es estrategia. Una estrategia que podría llamarse, sin pudor, la doctrina del garrote y la zanahoria.

Porque eso es exactamente lo que hace la Casa Blanca hoy: castiga cuando obtiene sumisión, y premia cuando puede capitalizarla. El régimen aceptó dócilmente reiniciar los vuelos de repatriación, y lo que recibió fue más presión económica. No por capricho, sino porque Washington entendió que esa obediencia es señal de debilidad. Y cuando el adversario se muestra débil, se le presiona más, no menos.

El chavismo, en su desconcierto, no sabe si declararse víctima o seguir negociando. No sabe si romper relaciones o enviar más emisarios. No sabe si hablar de soberanía o pedir alivios por debajo de la mesa. Esa es, precisamente, la ventaja táctica de Trump: lo golpea donde más duele, mientras sigue hablando con ellos por teléfono.

En este escenario, Venezuela ha dejado de ser prioridad retórica, pero ha entrado en la lógica geopolítica efectiva de los Estados Unidos. Y eso, para el chavismo, puede ser más peligroso que todas las amenazas del pasado.- @humbertotweets

jueves, 10 de abril de 2025

Confusión en Miraflores con Trump

            El régimen chavista está confundido. No sabe a qué atenerse con el nuevo Trump. A diferencia de su primer mandato, cuando lanzó amenazas altisonantes y abrazó a Juan Guaidó como “presidente legítimo”, el Trump de 2025 llegó al poder sin aspavientos, sin discursos grandilocuentes y, curiosamente, sin mencionar a Venezuela en sus primeras semanas. Pero el silencio fue táctico, no desinterés. Porque si algo ha quedado claro en estos primeros meses de su segunda administración es que Trump no olvida, y menos perdona.

La primera medida no fue una declaración, sino una acción concreta: revocación inmediata de la licencia 41, esa que durante el mandato de Biden permitió a las petroleras estadounidenses seguir alimentando al régimen de Maduro con ingresos frescos. Luego vino el golpe inesperado: un arancel extra del 25% sobre el petróleo comprado al chavismo, una decisión que sacudió tanto a los intermediarios como a la cúpula gobernante en Caracas. Sin amenazas, sin discursos: solo garrote.

Y al mismo tiempo, el mismo gobierno que lanza el garrote negocia. Lo hace sin remilgos y sin ocultarse. Se sienta con emisarios del régimen para discutir temas concretos: la repatriación de venezolanos deportados desde EE.UU. y la liberación de ciudadanos norteamericanos detenidos en Venezuela. Hasta ahora, ningún gesto hacia los presos políticos venezolanos, ninguna alusión a las libertades civiles. Pero la lógica es evidente: primero construir poder, luego negociar condiciones políticas.

Esa combinación —presión económica directa y negociación práctica— parece haber descolocado al chavismo, acostumbrado a los extremos: o al delirio revolucionario antiimperialista o al compadreo disfrazado de “diálogo”. Con Trump no hay ni lo uno ni lo otro. Lo que hay es estrategia. Una estrategia que podría llamarse, sin pudor, la doctrina del garrote y la zanahoria.

Porque eso es exactamente lo que hace la Casa Blanca hoy: castiga cuando obtiene sumisión, y premia cuando puede capitalizarla. El régimen aceptó dócilmente reiniciar los vuelos de repatriación, y lo que recibió fue más presión económica. No por capricho, sino porque Washington entendió que esa obediencia es señal de debilidad. Y cuando el adversario se muestra débil, se le presiona más, no menos.

El chavismo, en su desconcierto, no sabe si declararse víctima o seguir negociando. No sabe si romper relaciones o enviar más emisarios. No sabe si hablar de soberanía o pedir alivios por debajo de la mesa. Esa es, precisamente, la ventaja táctica de Trump: lo golpea donde más duele, mientras sigue hablando con ellos por teléfono.

En este escenario, Venezuela ha dejado de ser prioridad retórica, pero ha entrado en la lógica geopolítica efectiva de los Estados Unidos. Y eso, para el chavismo, puede ser más peligroso que todas las amenazas del pasado.- @humbertotweets

lunes, 7 de abril de 2025

Venezuela y la falacia de la recuperación económica chavista

            En los pasillos del régimen chavista se insiste: la economía venezolana se está recuperando. Lo dicen algunas cifras macroeconómicas: un leve crecimiento del PIB, una inflación menos vertiginosa, y la circulación del dólar como placebo de estabilidad. Sin embargo, más allá de la propaganda, lo que vive la mayoría es otra cosa: una economía que sigue siendo profundamente desigual, frágil y sin un horizonte claro de transformación.

No se trata de una crisis pasajera ni de un mal ciclo. Lo que atraviesa Venezuela es una crisis estructural prolongada, resultado de décadas de dependencia rentista, políticas erráticas y un modelo económico centrado en la extracción y el reparto discrecional de la renta. La llamada “recuperación” no se apoya en diversificación productiva ni en innovación tecnológica, sino en ajustes silenciosos que recortan derechos laborales, debilitan el Estado social y benefician a una élite conectada al poder: los llamados boliburgueses y bolichicos, símbolos de la fusión entre Estado y lucro privado.

En este nuevo orden económico, el dólar circula, pero no ordena; la inversión aparece, pero no se democratiza; el consumo se reactiva, pero excluye. Se ha consolidado una economía paralela, funcional a sectores reducidos, mientras la mayoría sobrevive con ingresos insuficientes, servicios públicos colapsados y una informalidad que ya es norma. La precariedad es la regla, no la excepción.

Un ejemplo concreto y vergonzoso de esta distorsión es el salario de un profesor universitario con estudios de postdoctorado: apenas cinco dólares al mes. Esta cifra resume, en toda su crudeza, el desprecio por el conocimiento, la dignidad laboral y el futuro de un país que ha abandonado la educación como motor de desarrollo.

Lejos de un verdadero proceso de recuperación, lo que observamos es una estabilización autoritaria y excluyente, diseñada para contener el conflicto social sin resolver las causas que lo originan. Se impone una narrativa triunfalista sin correlato real en las calles, en los hogares, en los mercados. La economía de sobrevivencia convive con una acumulación acelerada y desregulada para unos pocos.

La política económica actual está subordinada a una lógica de contención, no de transformación. El Estado gestiona la escasez como puede, terceriza responsabilidades sociales y sostiene el espejismo de una economía que "renace" solo en los titulares. Pero el país real sigue atrapado en una cotidianidad marcada por el desaliento, la fuga de cerebros, la emigración y la resignación.

Hablar de “normalización” es una forma elegante de describir el estancamiento administrado. El país no ha salido de su laberinto: simplemente ha aprendido a caminar dentro de él. En rigor, mientras no ocurra un cambio político profundo, cualquier atisbo de recuperación seguirá siendo apenas un espejismo administrado.

La estabilidad no puede medirse solo en cifras, sino en justicia social, bienestar colectivo y futuro compartido. Y en esos términos, Venezuela aún tiene mucho por reconstruir de la depredación chavista.- @humbertotweets

viernes, 4 de abril de 2025

Trump y Biden frente al chavismo: el contraste entre firmeza y farsa

Cuando se evalúan las políticas de las últimas dos administraciones estadounidenses hacia Venezuela, la comparación resulta tan elocuente como reveladora. La gestión de Joe Biden fue un desfile de gestos sin consecuencias; la de Donald Trump, en cambio, es una demostración de que, con voluntad política, se puede presionar al chavismo en donde más le duele: en las finanzas.

Biden llegó a la Casa Blanca con la promesa de “revisar” la política hacia Venezuela. Traducción: relajar las sanciones, permitir el retorno de las petroleras estadounidenses a suelo venezolano y confiar, ingenuamente, en que el régimen de Nicolás Maduro respondería con gestos de buena voluntad. El resultado fue previsible: concesiones unilaterales, diálogo sin consecuencias, elecciones amañadas en 2024 y una dictadura que, gracias a la licencia 41, recibió un balón de oxígeno fiscal cortesía de las transnacionales que operan bajo amparo estadounidense. Todo esto a cambio de nada. Ni democracia, ni elecciones libres, ni liberación de presos políticos. Solo más tiempo para que el régimen se reorganizara, robara otra elección y hablara de paz mientras ajustaba el puñal.

Lo ocurrido en 2025 terminó por confirmar el fracaso de esa política. La anulación del proceso presidencial de 2024 no trajo ninguna consecuencia real. Por el contrario, el régimen se permitió convocar a nuevas elecciones regionales y legislativas para mayo de 2025 como si nada hubiera pasado. La comunidad internacional, desgastada por su propia indecisión, guardó silencio. Y los operadores políticos del chavismo, financiados indirectamente por el retorno de empresas energéticas extranjeras, siguieron ampliando su control institucional.

Trump, en cambio, no perdió tiempo con buenas intenciones. En su retorno al poder a comienzos de 2025, su primer movimiento fue revocar de nuevo la licencia 41, eliminando así un salvavidas clave para el chavismo que la administración Biden le había restituido. El razonamiento fue el mismo que en su primer mandato: ningún régimen sostenido en la expoliación petrolera debe beneficiarse de la legalidad empresarial norteamericana. Esa medida, aunque criticada por los lobbies energéticos, cortó una fuente directa de ingresos para el chavismo y dejó claro que con Washington no se negociará desde la debilidad.

¿Es la política de Trump desinteresada? Por supuesto que no. Su prioridad sigue siendo la seguridad nacional de los Estados Unidos, y Venezuela representa dos problemas concretos: una plataforma para actores hostiles (Irán, Rusia, China) y una fuente de presión migratoria. En su visión, si Maduro quiere alivios, deberá aceptar condiciones duras: repatriación de venezolanos deportados, pago por los costos de traslado, y eventualmente, transición política real. La lógica es simple: si el régimen se queda sin ingresos externos legales, se debilita. Y un régimen débil es más susceptible a la presión, al aislamiento o incluso a una intervención directa.

A mediano y largo plazo, la administración Trump estará en una mejor posición que la de Biden para negociar desde la fuerza o actuar sin pedir permiso. Porque sin los ingresos provenientes de las transnacionales, el chavismo se verá obligado a canibalizar lo poco que queda de economía formal, sin respaldo internacional, sin legitimidad y sin margen de maniobra.

La política exterior no se mide por intenciones, sino por resultados. Y en Venezuela, el resultado de Biden fue sostener al régimen chavista. El de Trump, al menos, fue ponerlo a la defensiva y hoy tiene el tablero a su favor. Lo demás es retórica para conferencias diplomáticas.- @humbertotweets