Aquí nos referimos a la Democracia de partidos o al Estado de partidos como régimen político. Este es el sistema en el cual unas organizaciones, los partidos políticos, concentran todo el poder para decidir sobre la política aunque lo hagan en nombre de los ciudadanos o del pueblo como más comúnmente les gusta decir.
Este
tipo de democracia contiene aberraciones y contradicciones muy difíciles de
resolver como se ha visto desde que la mayoría de los países del planeta la han
adoptado como el modelo político más preferido por sus bondades aparentes.
Una
aberración de esa democracia es la falacia del gobierno de los ciudadanos o del
pueblo. Según la teoría democrática son los ciudadanos quienes mediante el voto
designan a sus representantes y hasta pueden influir directamente en las
políticas públicas mediante instituciones como el referéndum.
Pero
en la práctica lo único que ejercita el ciudadano es la ceremonia del sufragio
en la cual este se enfrenta a un menú de candidatos y de decisiones que otros
(los partidos políticos) han preparado para él. El vínculo entre elector y
elegido queda roto el mismo día de las elecciones.
La
mayoría de las legislaciones en el mundo exigen que la participación electoral
sea exclusivamente a través de los
partidos, negando de plano cualquier posibilidad a candidatos uninominales o
iniciativas ciudadanas no conectadas con las organizaciones políticas.
Cualquiera
podría atacar nuestro argumento asegurando que para participar los ciudadanos
tendrían que organizarse en torno a ideas (ideologías) o intereses para influir
en la dirección de ese Estado nacional que una vez constituido representa a
toda la nación.
Podemos
conceder que los partidos políticos como organizaciones de ideas e intereses de
los ciudadanos son necesarios en la conducción del Estado. Lo que resulta
inaceptable e inconveniente es que los partidos, amparados por una legislación
que ellos mismos han aprobado, usurpen el papel decisivo del ciudadano para
convertirse en pequeñas oligarquías que gobiernan para sus ideas e intereses,
aunque siempre invocando que lo hacen en nombre del pueblo.
La
otra contradicción es derivada del mito según el cual la voz del pueblo es la
voz de Dios. Esta falacia pretende santificar la decisión de la mayoría como
infalible y libre de errores porque el pueblo nunca se equivoca. Por el
contrario, abundan los ejemplos de pueblos cuyos Estados han desaparecido
porque la mayoría decidió tomar un camino equivocado.
¿Qué
pasa cuando por demagogia o populismo se conforma una mayoría que decide
democráticamente acabar con el Estado nacional? ¿Se acepta simplemente porque
es la decisión de la mayoría?
Enfrentados
a estos problemas, que aún hoy lucen insolubles, los fundadores de los Estados
Unidos de Norteamérica diseñaron una República con un sistema más o menos
eficiente de pesos y contrapesos de poder donde el papel de los partidos
políticos sería limitado y definido. Uno de los mecanismos claves de este
régimen es la elección del presidente de la república en elecciones de segundo
grado a través de un colegio electoral donde cada estado está representado en
forma igualitaria y no en base a su población.
El
régimen político norteamericano no es perfecto y tampoco es inmune a las
amenazas de la partidocracia o del estado profundo como allí se le llama. Pero
sin duda cuenta con muchos más mecanismos de control y reparación de malas
decisiones democráticas que sus vecinos en la América hispana, siempre acosados
por la inestabilidad y la brevedad de sus políticas.- @humbertotweets
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