Es posible que el papel de los Estados Unidos de Norteamérica como potencia imperial se deteriore aún más bajo la dirección del partido demócrata y la alianza de intereses globalistas y progresistas que hoy imponen la agenda del Departamento de Estado. Se trata de un proceso que comenzó hace años y que en nombre del globalismo y el liberalismo económico borró las demarcaciones ideológicas entre republicanos y demócratas hasta el punto de hacerlas inexistentes y abrazar ambos partidos los mismos intereses.
Esto
sería muy positivo para la nación norteamericana si los intereses abrazados
fuesen los de los Estados Unidos y no otros. Pero lo que en realidad ha
ocurrido es que se ha conformado un estado dentro del estado identificado por
algunos como el “estado profundo” que desborda las diferencias entre
republicanos y demócratas para establecer una política que, atendiendo a sus
interese íntimamente conectados con el complejo industrial militar y la
transnacionalización de la economía, es presentada como la política del país.
Como
resultado de esa agenda del estado profundo el imperio norteamericano hoy es
más dependiente que nunca del parque industrial de China y del comercio legal e
ilegal de armas convencionales y sofisticadas, estas últimas incluso con
capacidades nucleares. Veamos.
En
lugar de fortalecer sus industrias y sus clases trabajadoras los Estados Unidos
desde finales de los años 60 alentó a sus corporaciones a buscar mano de obra
barata fuera del país para así mantener precios bajos para los más variados
productos de consumo masivo desde comida, electrónicos y vehículos. Así, la
globalización significó para los Estados Unidos de Norteamérica convertirse en
el productor número uno de tecnología que acudía a otros países para ensamblar
o manufacturar sus productos logrando la ventaja competitiva de bajos
costos. Esta política permite, por
ejemplo, que un teléfono inteligente se pueda comprar en los EEUU en 500
dólares porque fue elaborado con mano de obra barata en China. De haberse
producido en el país costaría probablemente tres o cuatro veces más. Y así
ocurre con la ropa, los electrodomésticos, la comida, los carros, etc.
La
dependencia -¿adicción?- de los Estados Unidos con respecto a la industria
China no puede ser menos que enfermiza. Solo basta echar una mirada al interior
de cualquier hogar en Norteamérica y constatar que está literalmente minado por
productos “Made In China”. Pero la dependencia no es solo con respecto a
productos baratos fabricados con tecnología norteamericana, también hay una
gran debilidad de la elite política demócrata y republicana que recibe favores
y financiamiento de China para a cambio aprobar políticas arancelarias laxas y
débiles frente al dragón asiático.
La
otra gran adicción que ha estimulado el estado profundo es la producción de
armas y sofisticada tecnología militar para impulsar al ya pujante complejo
militar industrial norteamericano. El negocio de armas y tecnología militar se
lucra de una y solo una actividad: La guerra. Sin guerras no hay ganancias, de
manera que si no hay guerras hay que provocarlas para mantener ese circuito
económico. Por esta razón compañías norteamericanas que actúan en forma directa
o a través de intermediarios son los principales proveedores de armas en casi
todas las regiones del planeta donde hay conflictos armados.
Además
del suministro de armas y tecnología está el otro gran negocio de arrasar
países y regiones con un ejército, en nombre de la libertad y la democracia,
para luego regresar a reconstruir desde las cenizas en operaciones de billones
de dólares que involucran contratistas de servicios y obras en “misiones de
ayuda internacional”. En nombre de la seguridad nacional de los EEUU y sus
aliados se articulan pactos y acuerdos con otros estados que siempre necesitan
sustantivar a un enemigo para mantener activos los negocios del complejo
industrial militar norteamericano.
Estas
políticas del estado profundo se estrellaron con la impredecible victoria de
Donald Trump en el 2016. Con una visión racional en defensa de los intereses de
los Estados Unidos de Norteamérica como país y la salvación y fortalecimiento
del imperio norteamericano Trump propone enfrentar la dependencia de China y
sacar a los EEUU del negocio de la guerra o al menos hacerlo en forma más
prudente y eficiente para la nación norteamericana. La expresión de esta nueva
política sería intentar revertir el proceso de desmantelamiento de las
industrias norteamericanas promoviendo la industria nacional y altos aranceles
a productos elaborados en China. De la misma forma Trump impulsó la salida de
los EEUU de la OTAN y detener el financiamiento norteamericanos para otros
ejércitos y guerras en el mundo.
Ambas
políticas constituyeron un ataque al corazón de los intereses del estado
profundo que desde adentro se ocupó en sabotear la administración Trump hasta
el punto de reproducir condiciones institucionales ideales para provocar un
fraude electoral masivo que sacara a Trump del poder. Por si esto fuese poco la
visión de Trump de tener en Rusia más a un aliado que a un adversario era una
afrenta a los burócratas del departamento de estado que aún insisten que Rusia
y Vladimir Putin son una amenaza comunista contra Norteamérica. La Rusia de hoy
es de economía capitalista y al igual que los EEUU y China busca reafirmar su
presencia imperial en sus áreas de influencia. Por reconocer esto Trump fue
calificado como traidor a la patria por las corporaciones mediáticas y de redes
sociales al servicio del estado profundo.
El
actual conflicto entre Rusia y Ucrania es una exitosa fabricación del estado
profundo norteamericano que atiende a los intereses del complejo industrial
militar. Esta conjugación de intereses militares y financieros viven del negocio
de la guerra y aun cuando las razones objetivas para la existencia de la OTAN
desaparecieron con la caída de la Unión Soviética han creado nuevas excusas
para mantener y ampliar su poder militar. Esta política es prisionera de la
creencia que la actual Rusia es la misma Unión Soviética comunista de ayer y por tal es una amenaza que debe ser
confrontada. El objetivo final de esta política es fragmentar a Rusia por la
vía de múltiples conflictos regionales internos y movimientos separatistas para
luego promover una versión europea y potable de los Balcanes.
Es un objetivo
torpe en lo políticos pero seguramente exitoso en lo financiero. La ejecución
de esa política encontrará resistencia no solo de la propia Rusia sino de
países como China e India y también de reconocidos archi enemigos de Norteamérica
como Irán y Corea del Norte. Si esta política triunfa sería un fracaso en lo
geopolítico para los propios Estados Unidos que tendrán que lidiar con más
repúblicas inestables tipo Ucrania en manos de milicias ultranacionalistas con inspiración
nazi y la capacidad de desatar enfrentamientos a escala nuclear. Pero al mismo
tiempo sería un rotundo éxito para el complejo industrial militar protegido por
estado profundo norteamericano que había encontrado nuevos clientes para sus
productos en las nacientes repúblicas “democráticas y soberanas''.
Una vez más,
desde el punto de vista de su política doméstica y su geopolítica, los EEUU se
han embarcado en la guerra equivocada. En lugar de usar a Ucrania como punta de
lanza para intentar audazmente desmembrar a Rusia los Estados Unidos deberían
replantear sus relaciones con Rusia y China sobre la base de un reconocimiento
mutuo a la influencia en sus respectivas plataformas continentales en un mundo
multipolar cada día más amenazado por los ultranacionalismos, los separatismos
y el fundamentalismo musulmán. Se requeriría de otro terremoto político tipo
Trump que provoque un cambio de curso de 180 grados en la política del estado
norteamericano. Este giro quizás no sea lo más popular y aplaudido hoy, pero si
los EEUU quisieran mantenerse como potencia imperial, es lo prudente.- @humbertotweets
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