En un país donde la política ha dejado de ser un ejercicio de racionalidad para convertirse en un ritual de fe, no es extraño que sus protagonistas hablen y se comporten como profetas iluminados. Venezuela, atrapada en una espiral de crisis interminables, ha convertido el mesianismo en su deporte nacional. Hoy, dos figuras encarnan esta tendencia con perverso entusiasmo: Nicolás Maduro y María Corina Machado, cada uno a su manera, vendiendo la salvación definitiva a sus respectivos fieles.
Maduro es el
caricaturesco heredero de un mesianismo grotesco que nació con Hugo Chávez y
degeneró en farsa circense. Se presenta como el líder indiscutible de la
"revolución bolivariana", un proyecto en ruinas que sobrevive a punta
de represión, propaganda y la infinita paciencia de una sociedad devastada. La
ironía es que, aunque finge encarnar la voluntad popular, gobierna con una
mezcla de brutalidad y miedo, aferrado al poder como un náufrago a un
salvavidas de plomo.
Su discurso
mesiánico es un pastiche de misticismo, socialismo de manual y populismo
caribeño. Se autodenomina el protector del pueblo, el hijo legítimo del
"comandante eterno" y el único capaz de evitar que el país caiga en
manos del "imperio". Lo hace con la solemnidad de un sacerdote que
predica en un templo en llamas, mientras su congregación, cada vez más
escéptica, aguanta la respiración para ver si el techo se desploma sobre sus
cabezas.
El problema de
Maduro no es solo que miente, sino que su propia mitología se ha vuelto
insostenible. El mesianismo exige resultados, milagros o al menos un espejismo
convincente. Pero cuando el hambre sustituye a la fe y la represión reemplaza a
la devoción, el profeta se convierte en un tirano que solo sobrevive por
inercia.
En la otra
esquina del ring mesiánico está María Corina Machado, cuya figura ha alcanzado
niveles de idolatría dignos de un culto político. Para sus seguidores, no es
simplemente una líder opositora, sino la única capaz de derrotar a la
dictadura, restaurar la democracia y convertir a Venezuela en una potencia
continental. La fe en ella no admite dudas ni grises: es la última esperanza,
la única vía posible, la encarnación del coraje y la resistencia.
El problema
del mesianismo de María Corina no es su discurso, sino la peligrosa convicción
de que ella, por sí sola, podrá desmantelar un régimen enquistado en todas las
estructuras del Estado. Su narrativa de “hasta el final” suena inspiradora,
pero se estrella contra una realidad donde el chavismo no se derrumba por
voluntad divina, sino por desgaste, conflictos internos o presión
internacional.
El drama
venezolano se parece cada vez más a una espera infinita de la parusía, ese anhelo de redención
absoluta que promete la llegada de un salvador definitivo. Tanto el chavismo
como la oposición han construido sus propios relatos mesiánicos, donde el fin
del sufrimiento depende de la llegada de un líder providencial. Mientras unos
aguardan la resurrección de la revolución en medio de su propio naufragio,
otros confían en la caída inminente del régimen como si fuera un evento
profetizado, inevitable e irrefutable. Pero la historia es cruel con quienes
confunden la fe con la estrategia. @humbertotweets