En diciembre de 2015, luego de la apabullante derrota
electoral, la dirigencia del PSUV, la cúpula del régimen y el alto mando
militar chavista, analizaron los escenarios que se le planteaban al gobierno.
La discusión trataba de determinar si el chavismo oficialista estaba frente a
una crisis coyuntural que podría enfrentar con respuestas tácticas en el corto
y mediano plazo. O si, por el contrario, el régimen enfrentaba una crisis sistémica,
estructural y terminal que amenazaba de forma definitiva el futuro de la
llamada revolución bolivariana.
En esa jornada de análisis —a la cual no fueron invitados
los partidos de la coalición oficial del Gran Polo Patriótico— se impuso el
optimismo, la prepotencia y la soberbia, que llevaron a la mayoría de los
asistentes a abrazarse a la idea de que la crisis del chavismo oficialista era
coyuntural y, por consiguiente, temporal. Que el pueblo, a pesar de sus
penurias, seguía en esencia, siendo chavista.
Con el fin de remediar esta crisis temporal, diseñaron una
serie de medidas superficiales y cosméticas para, básicamente, seguir en lo
mismo, con las mismas políticas. El objetivo era, en ese momento, diferir cualquier conteo electoral que
tuviera lugar en un momento más favorable para el régimen, y darse la
oportunidad de recuperar el control social a través de las misiones, las bolsas
de comida y la represión.
Pero ya el daño estaba hecho. Y aunque entonces era
imperceptible para los oficialistas, la afilada punta del iceberg había penetrado en el propio corazón del Titanic chavista para herirlo de muerte,
y provocando una hemorragia que aun en abril de 2017 no se detiene.
A estas alturas, nadie duda de que cualquier elección que se
convoque libremente y con garantías, bien sea este año, en el 2018 o en el 2020,
o cuando sea, la perderá el gobierno dramática e irreversiblemente. Ante esta
certeza, el oficialismo ha mutado su táctica coyuntural de diferir las
elecciones, a un movimiento estratégico para suspenderlas, y muy posiblemente
de allí a cancelarlas en forma definitiva.
Analistas políticos, países aliados del régimen y algunas
voces sensatas dentro del chavismo oficialista, han alertado sobre el elevado
costo político que tendría esta jugada. Pero pareciera que la cúpula civil y
militar del régimen ve en la cancelación de las elecciones la única tabla de salvación,
aunque esto signifique literalmente la muerte política de todos.
Cada día se agudiza más la crisis política, social y
económica del país. Cada día hay menos dólares para importar comida y
medicinas. Cada día, la persecución y la represión aumentan. Y, por supuesto,
cada día, el descontento y el rechazo al régimen alcanza niveles históricos.
El gobierno, otrora orgulloso dueño de la calle y con emblemáticos
bastiones populares, tales como Petare,
Catia y el 23 de Enero, hoy es una minoría reducida a operadores civiles y
militares a la defensiva, atrincherados en Fuerte Tiuna, el TSJ y el CNE.
El chavismo como movimiento político fundado por el extinto
Hugo Chávez, ha perdido la calle, y hoy es ampliamente repudiado y rechazado en
todo el país. Las últimas concentraciones del chavismo oficialista se han
realizado en las calles más angostas del centro de Caracas para tratar de
engañar a sus propios militantes y mostrarles una foto retocada en Photoshop con puntitos negros.
Por el contrario, a pesar de los errores que ha cometido la
oposición y de los ataques deshonestos y despiadados del régimen, las movilizaciones
y concentraciones de quienes adversan al gobierno son cada vez más grandes. Al
extremo de que caminar y llenar en ambos sentidos buena parte de la autopista
Francisco Fajardo de Caracas, se ha vuelto ya una costumbre para los
manifestantes. Algo que ni el propio Chávez logró hacer en sus mejores tiempos.
La medida de éxito fue establecida en la histórica marcha de la oposición en
2002, que efectivamente copó la autopista. Aún no se ha alcanzado ese nivel,
pero cada vez la oposición parece estar más cerca.
Pese a que el régimen siempre amenaza con una contramarcha
para tratar de neutralizar a la oposición, la realidad es que se ha quedado muy
corto, y su último recurso ha sido movilizar a la GNB y a los colectivos
paramilitares para bloquear las principales vías de la ciudad y tratar de
sabotear a los opositores.
Quienes en la oposición han planteado la movilización de
calle como la única salida frente al régimen, han probado la claridad de sus
tesis en la práctica. Con un juego político trancado y sin la voluntad racional
del régimen de aceptar el cambio democrático por la vía institucional, sólo la
presión popular podrá derrocar a la dictadura.
El camino más directo para llegar a Miraflores no es la
avenida Urdaneta de Caracas, ni la avenida Casanova que pasa por el Meliá donde
se hicieron las reuniones del falso diálogo, ni la parte más angosta de la
avenida Universidad donde oficialismo hace ahora sus escuálidas concentraciones.
No. La vía más directa y rápida que conduce a Miraflores es la Autopista
Francisco Fajardo, llena de punta a punta con venezolanos enardecidos y con el
puño cerrado reclamando sus derechos. ¿Cuánto tiempo le tomará a la oposición
llenar la Francisco Fajardo y superar su propio estándar del 2002? ¿Cuántas
veces habrá que llenar la Francisco Fajardo para que los militares, finalmente,
se inhiban de reprimir a su pueblo y de seguir órdenes ilegales e
inconstitucionales de sus superiores?
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