En primer lugar, considerando los aspectos fundamentales y
conceptuales, debemos asumir que en Venezuela existe una dictadura. El régimen
que gobierna a Venezuela es, en esencia, una entidad antidemocrática que ha
secuestrado todos los poderes y burla la voluntad de los ciudadanos. La
apariencia democrática luce deshilachada, pero aún es suficiente para frenar
acciones internacionales e incentivar ilusiones políticas como el diálogo.
Mientras la oposición política concentrada en la Mesa de la Unidad
Democrática no entienda que lo que tiene frente a sí es una dictadura, no se
podrá avanzar. Todas las estrategias y tácticas basadas en una incorrecta
caracterización del adversario están destinadas a un fracaso irreversible.
Muchas de las derrotas que con justicia se le achacan a la MUD tienen que ver
con la falta de claridad a la hora de definir a su adversario.
De haber entendido bien temprano que se está luchando contra
una dictadura, la MUD no habría caído en la trampa del diálogo. O quizás lo
habría asumido de otra manera. Seguir en lo mismo solo garantiza los peores
resultados en el 2017.
Caracterizar al régimen como una dictadura cívico militar de
nuevo tipo, le permitiría a la oposición definir métodos de lucha que combinen
espacios ganados institucionalmente, como la Asamblea Nacional, y comandar la
rebelión ciudadana en la calle.
El otro problema que debe abordar la oposición política es
entender que en esta lucha hay que cambiar la correlación de fuerzas para
lograr un camino viable y derrotar al régimen. Ya en el 2016 ensayamos la fórmula
de la MUD donde los partidos, con genuino interés, trataron de liderar la lucha
contra el gobierno. Pero quedó demostrado que a pesar del indiscutible éxito de
las movilizaciones, los partidos políticos de oposición no son suficientes para
desmontar al chavismo oficialista.
Dejar el manejo de asuntos tan trascendentales como la
oposición al régimen, exclusivamente en manos de la MUD, fue un error que
cometimos todos. La MUD, por su propia naturaleza, desarrolló una estrategia de
confrontación estrictamente electoral contra el gobierno y se aisló del resto
de la sociedad.
Quedó demostrado que apostarle todo a la agenda electoral
fue una equivocación que hoy pagamos con un evidente agotamiento de la energía
opositora. Se nos fue el tiempo movilizando a la calle para pedir revocatorio y
elecciones, y nos olvidamos de lo más obvio: La cruda realidad social del país.
Un país sin comida, sin medicinas, sin justicia y sin esperanza, pero además
huérfano de líderes dispuestos a tomar esas banderas de lucha.
Habríamos logrado objetivos políticos mucho más decisivos si
hubiésemos puesto toda esa energía para exigir el desbloqueo a la ayuda
humanitaria o la liberación total, no selectiva, de los presos políticos.
La Mesa de la Unidad Democrática puede reformarse o dejar de
existir. En cualquier caso sus aportes a la causa democrática son innegables.
Pero no se puede dejar sólo en sus manos la grave responsabilidad de coordinar
a toda la oposición. Lo más conveniente es crear una instancia más amplia que
incluya a la MUD y a otras fuerzas sociales y políticas comprometidas con la
lucha por la democracia.
Allí la MUD podría aportar su extraordinaria experticia
electoral, pero también tendría que compartir el diseño de las tácticas y
estrategias para combatir la dictadura con otros sectores: obreros,
estudiantiles y gremiales. E incluso —y en esto hay que insistir— incorporar a
los cada vez más amplios sectores del chavismo críticos al gobierno. Estas no
son decisiones fáciles pero son absolutamente necesarias para comenzar a
construir una verdadera estrategia de poder que derroque la dictadura y
restablezca la democracia en Venezuela.
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