En enero de 2016 pensábamos que para lograr el cambio
político solo era necesario ser mayoría. Aún celebramos la victoria de la
oposición en las elecciones legislativas de diciembre. El régimen acababa de
tomar por asalto el TSJ, y aunque creímos que serían capaces de todo, nunca
pensamos que violarían la Constitución. Su propia Constitución. Pecamos de
ingenuidad entonces.
Animados por nuestras propias expectativas de lograr un
cambio democrático de gobierno dentro del marco constitucional, y alentados por
un liderazgo opositor altisonante y desafiante, nos embarcamos en la legítima
causa de convocar el referéndum revocatorio para sacar a Maduro por las buenas.
Por supuesto, también creímos que el CNE, “el más eficiente
de todo el mundo”, podría organizar el referéndum revocatorio y a su vez las
elecciones de gobernadores, tal como legalmente estaban pautadas para el 2016. Y
aunque los “ultrosos” de siempre y los inefables “guerreros del teclado” nos advirtieron
una y mil veces que para este régimen no hay salida democrática, no les creímos.
Ni siquiera disimulamos el fastidio que nos producía recibir en nuestro celular
a cada momento el famoso video de Orlando Urdaneta. “No vale, yo no creo. Hasta
cuando con el pesimismo, ¡por Dios!”, reclamábamos
en las redes sociales.
Con el paso de las semanas la situación económica y social
del país se deterioraba a niveles que amenazaban la estabilidad del régimen. El
gobierno articuló una estrategia para desmontar a la MUD, que venía holgada y
victoriosa, y a su vez desmovilizar la protesta social. La siniestra táctica
del diálogo fue concebida para neutralizar la presión internacional sobre
Venezuela y, a su vez, darle largas al revocatorio y a las elecciones de
gobernadores.
Pasaron los meses y llegamos a diciembre. El revocatorio
quedó cancelado. Las elecciones regionales no se hicieron. La crisis se agudizó
para los venezolanos. Contrariamente a la prédica oficial, continuó la escasez de comida y de medicinas.
Hoy el 80% del país rechaza con rabia a Maduro. Somos mayoría, pero aun así nos
embarga un sentimiento de impotencia. Excusa tras excusa, se desvanecieron
todas las ilusiones de un cambio político por la vía electoral. Hoy ya nadie
duda que mientras el régimen sienta que puede perder, jamás habrá elecciones en
Venezuela.
Nos tomó un año entender y aceptar que fuimos engañados.
Hemos sido víctimas de la estafa política más grande que se haya conocido en la
historia de Venezuela. No solo el chavismo oficialista nos ha hecho más pobres,
traicionando su promesa de redención social, también se ha burlado de la
Constitución y las leyes para mantenerse en el poder.
Como si esto no fuese suficiente y para completar la estafa
política, el régimen logró, a finales de año, perpetrar con éxito una estafa de
naturaleza eminentemente criminal: Bajo engaño, el gobierno sacó de los
bolsillos de millones de venezolanos el dinero efectivo para que no compraran
mucho en Navidad y así bajar los precios a la fuerza. Se quedaron con la plata
y se echaron a reír. La gente no lo podía creer. Miles de venezolanos
expresaron su frustración en la calle: “Nos volvieron a j…”
La estafa ejecutada por el régimen contra millones de venezolanos
en el 2016 deja muchas lecciones. Una de ellas, quizá la más importante, es que
para sacar del poder al chavismo oficialista no basta ser mayoría. Esta mayoría
tiene que ser capaz de invocar sus derechos constitucionales y hacerlos valer,
a pesar del régimen. De lo contrario seguirán gobernando por una década más. O
hasta que se cansen de estafar.
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