Los artículos 333 y 350 de la Constitución vigente tienen un grave problema de diseño. Son absolutamente inútiles para todos los efectos prácticos, como lo hemos aprendido en la historia reciente. Darles poder a los ciudadanos para restablecer la vigencia de la Constitución, o consagrar el derecho a la rebelión cuando se menoscaben los valores, principios y garantías democráticos, es un mero saludo a la bandera, si no existen los medios para hacerlos efectivos. Se trata de una exquisitez retórica para deleitar a los teóricos de las ciencias políticas.
En la realidad, cuando quienes dirigen el Estado toman por asalto a sus instituciones y ponen a la Fuerza Armada a su servicio, es muy poco lo que pueden hacer los ciudadanos, a menos que estos estén legalmente armados para defender la Constitución y las leyes.
En los últimos meses hemos visto cómo el régimen se ha valido del control que ejerce sobre el aparato legal-militar para imponer su voluntad sobre la mayoría. Los mecanismos constitucionales del estado de derecho y sus instituciones son inservibles cuando por la vía de las armas y la represión el régimen impone “su legalidad.”
La brutal represión de los últimos meses ha puesto en evidencia, una vez más, el chantaje militar y la asimetría de la confrontación contra la población civil. En un esfuerzo extremo y hasta ingenuo de civilismo democrático, los políticos de la oposición insisten en llamar a las Fuerzas Armadas a detener esta masacre y alinearse con el pueblo y la Constitución. Las FANB, manipuladas por miedos y complicidades, permanecen mudas, aplastando con sus armas la protesta popular.
Mientras tanto, en la calle se libra la batalla más sangrienta y épica que alguna vez haya conocido América Latina. Jóvenes armados con piedras y caucheras, defendiéndose con escudos de cartón; enfrentando las tanquetas, las bazukas y la metralla de los propios militares venezolanos. O los vecinos de barrios y urbanizaciones defendiendo su derecho a la vida, atrincherados en sus casas contra balas y lacrimógenas. Es una confrontación absolutamente desigual, cuidadosamente orquestada por el régimen desde las protestas del 2014.
Otra sería la historia en Venezuela si al igual que otros países como Canadá, Suecia y los Estados Unidos, la población civil estuviese legalmente armada para defender la Constitución y las leyes. Ningún militar se atrevería a violentar la Constitución si sabe que se va a enfrentar a 15 millones de ciudadanos armados, dispuestos a defender con armas y con sus vidas la legalidad. Ni siquiera lo pensarían. Es perversamente fácil abusar de la población civil y mandarla a que se meta su 350 por el trasero —como tantas veces lo ha hecho Diosdado Cabello— cuando esa población está desarmada. Un pueblo legal y legítimamente armado lograría atemperar y serenar los arrebatos hormonales de estos militares bravos y valientes con los más débiles.
La democracia de partidos que se instauró en 1961 le entregó el monopolio de las armas a los militares para la defensa de la Constitución y las leyes. A los civiles se les permitía usar las armas en situaciones excepcionales, luego de un desalentador trámite burocrático. Se nos hizo creer falsamente que una población desarmada era la garantía para evitar una guerra civil. Con base en ese mito le confiamos todas las armas de la república a los militares para que nos defendieran, y olvidamos pensar en quién nos defendería de ellos.
La ficción del pueblo democrático, civilista y desarmado, nos ha arrastrado a esta tragedia que hoy vivimos. El baño de sangre que se quería evitar al no entregarle armas a los civiles, de hecho, ya está ocurriendo por otros medios. Los militares armados abusan y reprimen a la población civil porque esta solo tiene para defenderse la letra muerta de los artículos 333 y 350 de la Constitución, sin un mecanismo claro para hacerlos valer.
Este monopolio desproporcionado en el manejo de las armas es lo que lleva a políticos y analistas a concluir que, no importa las combinaciones políticas que se hagan para salir de la dictadura, si la ecuación no contiene el componente militar, esto será virtualmente imposible.
Por eso, admitiendo el chantaje de la desproporción, todos de alguna manera, aunque sea en secreto, abrigamos la esperanza de que alguien, algún día, desde las Fuerzas Armadas se levante en armas contra de la dictadura. Aunque también en secreto tengamos que admitir que el remedio podría ser peor que la enfermedad.
La resistencia humana, como todo en la vida, tiene un límite. ¿Cuántos jóvenes venezolanos más tendrán que morir hasta que un grupo considerable de ciudadanos concluya que si no toman medidas para defenderse, ellos serán los próximos? En principio, nadie quiere la guerra porque ella trae consecuencias irreversibles e irreparables. Parafraseando a Clausewitz, la guerra es la continuación de la lucha política cuando los medios civilistas se agotan. Pero no querer la guerra no significa no prepararse para ella, y esperar con resignación la muerte anunciada. Habría que explicarles a los cientos de miles de familias venezolanas que han sido víctimas de torturas y violaciones en sus propias casas que deben tener una actitud democrática, cívica, y pacifista, cuando reciban las visitas del CONAS, SEBIN, GNB, PNB y colectivos paramilitares.
Hoy estamos metidos en una lucha brutal y asimétrica con los hombres a quienes les entregamos las armas para que nos defendieran. Pensamos que podíamos confiar en ellos, no nos preparamos y ni siquiera sabemos cómo se empuña una escopeta, o como se dispara un chopo. Nos traicionaron, y hoy solo nos queda defender la Constitución, las leyes y el derecho universal a la vida, armados con lo que tengamos a la mano. Aunque sea con materos, ollas y coletos. Con lo que sea.
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