La constitución de 1961 fue acusada por Chávez de ser la madre de todas las fallas del periodo democrático. Así se justificó su aniquilamiento, sin que sus creadores o beneficiarios hubiesen movido un dedo para defenderla. A esto se sumaría la destrucción de otros símbolos y valores de la República que le daban consistencia a la identidad nacional.
El cambio del nombre de la república
para agregar el apellido Bolivariana, las modificaciones en el
escudo y la bandera nacional, y la reescritura de la historia que se enseña en
las escuelas para justificar la adoración a Chávez como nuevo prócer de la
patria fueron signos tempranos del desmantelamiento institucional.
Bajo la sombra de este nuevo modelo
de estado chavista, Venezuela inició un periodo caracterizado por la
intolerancia, el sectarismo y la violencia. Desde el Estado se alentó la
división del país entre chavistas y no chavistas, lo que condujo a una brutal
polarización.
El secuestro de instituciones como el
TSJ, el CNE y las FANB para ponerlas al servicio del PSUV y su camarilla
dirigente, degeneró en el merecido descrédito de estas instituciones. Aquí
nadie cree en la honorabilidad de los jueces, en el equilibrio del CNE, ni en
la autoridad de las FANB.
La crisis de confianza en un gobierno
que miente las 24 horas, reprime para sostenerse y además es incapaz de
resolver las agudas contradicciones sociales y económicas del país, ha lanzado
a Venezuela a un profundo abismo de ingobernabilidad. Los politólogos lo
caracterizan como un estado fallido o incapaz de garantizar el propósito de justicia
y bienestar para el cual fue creado. Los sociólogos prefieren llamarlo caos o
un estado intenso de desorden social donde las instituciones se derrumban, y
civiles y militares desconocen la autoridad de varias maneras.
La cantidad y calidad de los crímenes
de lesa humanidad y de corrupción cometidos por altos jerarcas del régimen, los
ha convencido que, si entregan el poder, ellos y sus familias nunca tendrían un
juicio justo, y por el contrario serían víctimas del mismo linchamiento
político que ellos han practicado. Esta certeza los ha llevado a la convicción
de que entregar el poder no es una opción, por lo cual se han diseñado
cualquier cantidad de descabellados planes de emergencia para preservarlo a
toda costa.
Esto explica que el caos y la
violencia que hoy vive el país, sean vigorosamente alentados desde las más
altas esferas del gobierno. Desde su derrota electoral en diciembre del 2015,
el gobierno ha negado sistemáticamente la consulta popular como el mecanismo
para resolver las diferencias en una democracia. No satisfecho con esto, ha
radicalizado su política de represión contra la oposición, y ha profundizado la
exclusión, negando el acceso de comida y medicinas a gran parte del país que
también considera opositor. Todo como una forma envilecida para tratar de
ahogar la protesta.
Es una profunda contradicción
política que el mismo régimen que niega el referéndum revocatorio, cancela las
elecciones de gobernadores y descarta una elección general anticipada, ahora
decida convocar a la elección de una Constituyente a su medida; electa por la
minoría chavista de no más del 20% del país, en elecciones fraudulentas de
segundo grado.
El régimen, que ha perdido todo apoyo
popular, aun cuenta con el aparato político y militar para imponer su
Constituyente contra la voluntad del 80% del país.
No es difícil anticipar que habrá
violencia antes y después de esa elección. Esa Asamblea Constituyente, electa
con funcionarios del régimen, seguramente cambiará en forma definitiva las
bases de la actual Constitución y del Estado para adecuarlas a la medida de los
intereses de sus convocantes, y recrear un modelo de democracia a la cubana
donde el pueblo es llamado a votar por los representantes previamente
seleccionados por el partido único oficialista.
La Constituyente chavista no logrará
la paz, ni resolverá la crisis económica, política y social que acosa a
Venezuela. Por el contrario, traerá más ingobernabilidad al excluir la
participación del 80% del país. Este evento abrirá un periodo de inestabilidad
e incertidumbre definido por el quiebre del consenso social, donde el
militarismo y la violencia serán las constantes en la ecuación del caos.
Una vez más, el reto que tiene el
liderazgo opositor es caracterizar correctamente la coyuntura para definir la
estrategia política más eficiente que permita recuperar la república y
conquistar la libertad. Hemos quedado atrapados en el dilema gramsciano citado varias
veces por el propio Chávez: Lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina
de nacer. En ese oscuro e indefinido punto entre la vida y la muerte, la única
certeza es que nada volverá a ser igual que antes en Venezuela. Dependiendo de
cómo se aborde, puede ser una tragedia. O una oportunidad.
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