A veces leemos opiniones de políticos y analistas sobre la naturaleza del régimen chavista y sus posibles desenlaces como si se tratara de una suerte de maldición que le cayó encima a Venezuela y de la cual ha sido imposible librarse hasta ahora. Además del inútil contaminante metafísico de esa visión la misma le hace el juego a la racionalidad chavista que insiste a la fuerza en partir la historia de Venezuela en dos, antes de Chávez y después de Chávez. Esta visión maniquea remarca la idea de un chavismo que pareciera haberse precipitado de la nada y de pronto aparece totalmente desconectado de un contexto histórico y de un proceso político y social con diferentes hitos que comenzó el día que Venezuela se separó del imperio español.
Sin duda
Venezuela es hoy el resultado de esa acumulación de procesos y las decisiones
de ir en una dirección y no en otra tomada por los ciudadanos y sus dirigentes.
Sin embargo no hay que remontarse a los orígenes de la nación venezolana para
encontrar en el caudillismo y la ausencia de instituciones los gérmenes de lo
que hoy conocemos y caracterizamos como chavismo.
El antecedente
más inmediato lo podemos encontrar en el diseño del llamado sistema democrático
instaurado en 1959 como respuesta al caudillismo aunque en la práctica el nuevo
régimen que nos fue ofrecido como la panacea que podía curar todos los males
terminó sustituyendo la figura del caudillo civil o militar por la del líder
carismático bendecido por una ceremonia llamada elecciones. Al igual que en la
Venezuela gobernada por caudillos y sin instituciones los gobernantes
carismáticos hicieron de su voluntad y ambición personal la ley con la única
diferencia de contar con instituciones pero controladas y doblegadas por los
gobernantes y sus camarillas. Un viejo y buen amigo, Domingo Alberto Rangel
Mantilla, hace unos días lo explicaba con claridad en las páginas de La Razón: “…sobre el carisma de algunos
Presidentes, en nuestro país se construyó una sociedad sin instituciones que
protejan a los ciudadanos cuando los gobernantes abusan”.
Esa sociedad
sin instituciones gobernada por líderes mesiánicos, a la cual refiere Rangel
Mantilla, no es otra que el Estado de
partidos instaurado en 1959 que seductoramente fue bautizado, sin serlo, como
la Democracia. Según la propaganda y el adoctrinamiento para justificar ese
régimen político es el pueblo quien mediante el sufragio directo elige a sus
gobernantes. En la práctica hay unos aparatos que intermedian entre el pueblo y
los gobernantes llamados partidos políticos que terminan configurándose como
camarillas o verdaderas oligarquías que gobiernan de acuerdo a sus interés
invocando retórica y alegóricamente como una abstracción de muy poca
significación, una vez pasadas las elecciones, conocida como el pueblo.
Por su propia
mecánica el régimen del Estado de partidos privilegia y posiciona al líder
carismático y demagógico por encima del estadista honesto y capaz. Por eso ese
sistema electoral, democrático y popular, eligió dos veces presidente a Carlos Andrés
Pérez, una vez al golpista Hugo Chávez y jamás concedió ninguna oportunidad a
venezolanos tales como Renny Ottolina, Juan Pablo Pérez Alfonzo o Pedro Tinoco,
mencionado merecidamente en el referido artículo de Rangel Mantilla.
No podemos
desconocer los avances que trajo consigo el Estado de partidos de 1959 en lo
político, social, y económico para Venezuela, sobre todo si se le compara con
el potente desmadre destructor del régimen chavista. Con todos sus defectos y
miserias propias de un sistema vigorosamente apoyado en la corrupción y la
demagogia, la llamada democracia venezolana contaba con un sistema de pesos y
contrapesos establecidos en la Constitución de 1961 que más o menos funcionaba.
A pesar de sus inequidades e inmoralidades el régimen democrático inundó al país de obras y políticas
para el beneficio sino de todo si definitivamente de la mayoría de los
venezolanos.
Pero la
democracia de partidos instalada en 1959 y refrendada con el Pacto de Punto
Fijo no podía renunciar a su esencia estrictamente clientelar como forma de
hacer política. La militancia y el activismo en estos partidos, que pretendían
llegar al poder del gobierno por la vía del voto popular, proliferaban como
ejércitos de operadores pagados con dineros públicos para trabajar por el
partido, no por el país.
El Pacto de
Punto Fijo para adquirir la verdadera categoría de un pacto de gobernabilidad,
como falsamente se le atribuye, ha debido ser un compromiso para fortalecer las
instituciones públicas previstas en la Constitución de 1961 lo cual habría sido
de por sí su mayor victoria. Un pacto de gobernabilidad habría propuesto
políticas para construir una Fuerza Armada Nacional patriota al servicio de la
nación venezolana, sujeta firmemente al poder ciudadano y no sometida a las
negociaciones de los partidos que deciden los ascensos. El Pacto de Punto Fijo
no fue más que un acuerdo para el reparto burocrático del gobierno entre los
partidos que lo suscribieron que ni siquiera fue útil para preservar a su
propio régimen.
La llegada al
poder del chavismo en 1999 es el resultado de la crisis y el anquilosamiento
del Estado de partidos de 1959 y su Pacto de Punto Fijo. Con su equivocada idea
de tolerancia con los golpistas de 1992 la llamada democracia facilitó los
medios para su propio desmantelamiento y la instauración del Estado chavista de
un solo partido en 1999. La retórica permisiva y tolerante del Pacto de Punto
Fijo le entregó las riendas del país al chavismo. La sola invocación del
espíritu del Pacto de Punto Fijo como tabla de salvación para los tiempos que
vivimos es esconderse en las fantasías de Narnia y apostar a que el chavismo
siga en el poder por tiempo indefinido, democráticamente y en nombre de la unidad
nacional.- @humbertotweets
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