Hugo Chávez comparte el honor, junto a Bashar al-Ásad, de
ser precursor de un novedoso modelo de tiranía caracterizada como una dictadura
de nuevo tipo.
Hasta 1999, políticos y analistas coincidían en que el
modelo clásico de la dictadura civil o militar implicaba el desconocimiento
expreso de los poderes públicos, a través de la supresión arbitraria de leyes e
instituciones democráticas por parte del dictador o tirano. Por la vía de los
hechos o “de facto”, el nuevo poder desconocía en su propio nombre el
ordenamiento jurídico e imponía su voluntad con el apoyo de las fuerzas
militares.
Luego de la llegada de Chávez al poder en Venezuela, en
medio de una profunda crisis política y de gobernabilidad, el recién electo
presidente propone convocar a una Asamblea Nacional Constituyente para redactar
una nueva Constitución como solución a la crisis coyuntural. No sólo era
innecesaria una nueva Constitución para resolver problemas de política interna,
sino que además se convocó a una Constituyente a prisa e improvisada en contra
de la Constitución vigente para el momento.
Esa Constituyente, convocada en 1999 en forma fraudulenta,
se convirtió en una forma novedosa de golpe contra el estado de derecho y la
institucionalidad democrática, aunque esto haya ocurrido con respaldo popular.
La Constituyente de 1999 eliminó el sistema de pesos y
contrapesos de la democracia para concentrar todo el poder en manos del
presidente de la república, en detrimento de los otros poderes públicos. Desde
entonces, se inicia en Venezuela una dictadura de nuevo tipo, una que no
necesita desconocer de facto la institucionalidad; sino que, por el contrario,
usa las propias instancias del poder público para secuestrarlo y refrendar el
fraude y la ilegalidad.
Esta dictadura usa formas más sofisticadas de manipulación y
control para darse un barniz de presunta legitimidad. En Venezuela, por
ejemplo, el Consejo Nacional Electoral, hasta ahora, ha sido clave para
organizar elecciones en una forma que favorece a los candidatos oficialistas.
Con esta ayuda, Chávez ganó todas las elecciones que quiso, y el chavismo
controló desproporcionadamente el parlamento, hasta que en 2015 el sistema
electoral que había sido diseñado para abultar los votos chavistas colapsó.
El descontento de más de un 70% del país superó las previsiones
de los algoritmos viciados del CNE y le otorgó a la oposición una mayoría
calificada en la Asamblea Nacional, que solo pudo ser arrebatada por otro
fraude fraguado desde la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia.
Así como Ásad en Siria, Chávez en Venezuela descubrió las
bondades de instalar un régimen autoritario con apariencia democrática y legal,
suficiente para evitar el escrutinio de la comunidad internacional ante
evidentes delitos de narcotráfico y de lesa humanidad.
Siria y Venezuela tienen regímenes dictatoriales
sofisticados, sustentados en altos niveles de represión policial y militar, que
se protegen en el concepto de soberanía para evadir sus responsabilidades
internacionales con los derechos humanos. Estas dictaduras de nuevo tipo
cometen atrocidades contra la población civil y se amparan en formas
democráticas fraudulentas para evitar ser etiquetadas como “dictadura.”
En el caso de Venezuela, bajo el mandato de Chávez, el
régimen alentó una política de “zanahoria y garrote” para lograr cierto nivel
de cohabitación política con la oposición y reforzar su legitimidad sobre todo
a escala internacional. Así, al tiempo que Chávez desarrollaba sus políticas
represivas, le permitía ciertos espacios a la oposición, siempre muy por debajo
de su nivel real de influencia electoral. Esto le permitió a Chávez y al
régimen jactarse de “ganar 17 elecciones seguidas con el sistema electoral más
perfecto del mundo”. En esa lógica chavista, una dictadura que gana elecciones,
no merecía llamarse dictadura.
Pero el modelo de Estado que se establece en la Constitución
de 1999 fue creado a la medida de Hugo Chávez y de sus caprichos megalómanos.
La eliminación del Congreso, de la bicameralidad; la creación del Consejo
Moral, la influencia del partido de gobierno en las Fuerzas Armadas, partían de
la premisa que solo un hombre con las características de Chávez estaría siempre
a la cabeza de ese Estado.
Con la muerte de Chávez en el 2013, se inicia la implosión
del modelo de Estado chavista con todas sus perversiones, ante la evidente
incapacidad de Nicolás Maduro y de los otros hijos putativos de Chávez para
maniobrar, con la misma habilidad, la política del “garrote y la zanahoria”.
Con Nicolás Maduro y la nueva pandilla gobernante (Cabello, El Aissami,
Rodríguez) se inicia una nueva política fundamentalista del “todo o nada” que
liquida cualquier posibilidad de gobernabilidad, y lanza al país por el abismo
del caos y al borde de una guerra civil.
La grave crisis política, social y económica, y el masivo
rechazo popular, han hecho retroceder al régimen a las formas de una dictadura
clásica que no tiene otra salida que hacerse valer por la vía de la represión
policial y militar, y el desconocimiento “de facto” de su propia legalidad. El
momento clímax de esta contradicción fue la convocatoria fraudulenta a una
Asamblea Nacional Constituyente para cambiar la constitución que Chávez les
había encomendado como su más preciado legado. Esta vez el objeto de la reforma
Constitucional es cambiar la forma del estado y su estructura a una que les permita
“legalmente” eliminar la alternabilidad y nunca más entregar el poder.
Como Siria, la dictadura venezolana no tiene otro recurso
para sostenerse en el poder que reprimir a su población civil y forzar por la
vía de los hechos un evento como la Constituyente, aunque no participen en esa
elección ni siquiera el 5% de los electores.
De aquí en adelante solo podemos esperar formas más primitivas y
brutales de represión y fraude político.
Si instancias internacionales como la Organización de los
Estados Americanos siguen haciendo concesiones a la indecisión, y fallando en
caracterizar correctamente al régimen venezolano como una dictadura, muy pronto
tendremos no una, sino varias Siria en América Latina. Todas alentadas por la
falta de compromiso y firmeza de los países en la región en defensa de la
democracia y la libertad.
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