Los Estados Unidos como potencia imperial está en un momento definitorio y su régimen político comienza a mostrar numerosos y frecuentes signos de agotamiento. Más allá de la reciente confrontación electoral, cuyo último episodio fue la certificación de Joe Biden como ganador y el parco reconocimiento de Donald Trump, está la constatación de una clase política dominante bipartidista complaciente con China e ignorante de su realidad.
En las últimas
cuatro décadas la ideología dominante en los Estados Unidos ha sido alentar y
apoyar el desarrollo del capitalismo en China y su proceso de
industrialización. Esta visión se había justificado como una estrategia
geopolítica para incorporar y controlar a la entonces China comunista en el
selecto club de potencias mundiales. Este diseño estratégico de Henry Kissinger
fue adoptado invariablemente como política de estado por los partidos
Republicano y Demócrata.
El precio que
pagó los Estados Unidos por esa política fue el desmantelamiento de sus
industrias y el desarrollo de una grave adicción a productos fabricados en
China a costos ridículamente baratos. Esto fue posible porque mientras Estados
Unidos era inundado con toda suerte de productos fabricados en China allá se
pagaban salarios de centavos de dólar al día y se cometían las más brutales
violaciones a las personas para sostener ese colosal sistema
económico-industrial.
Sin incentivos
para invertir y generar empleos en su propio país la gran mayoría de las
corporaciones de capital norteamericano mudaron sus operaciones de manufactura
a la China continental desde donde se fabrican los sofisticados Iphones,
pasando por vinos californianos hasta mascarillas anti virales de papel, entre
muchos otros productos. Mientras tanto China se transformaba en una competente y
diestra potencia capitalista con todas sus estructuras, sin desprenderse del
rótulo ornamental “comunista.”
La llegada de
Donald Trump a la presidencia de los EEUU en 2016 produce una ruptura abrupta
con esta política inercial que había hecho de los Estados Unidos un imperio
cada día más dependiente de China. La política de Trump de incentivar y obligar
a corporaciones norteamericanas a regresar sus operaciones a los Estados Unidos
fue descalificada como populista y nacionalista por los medios de comunicación
y la clase política.
Las élites
políticas, financieras, mediáticas y académicas en los EEUU han adoptado la
ideología globalista que ve en China a un socio mundial y no a un imperio
emergente que cada día parece subyugar la voluntad de su adversario sin
necesidad de disparar un solo misil. Y es que a la adicción que tiene la
sociedad norteamericana a productos baratos lo cual se traduce en
transferencias de inmensas masas de dinero, hay que agregar la eficiencia del
aparato de propaganda del partido comunista
Chino y su gobierno que hábilmente han reclutado operadores influyentes en la
política norteamericana por la vía de halagos, concesiones y hasta sobornos.
No se le puede
restar importancia a las conexiones directas que hay entre elementos de esas clases
dirigentes norteamericanas y el partido comunista chino. Hoy en los Estados
Unidos de Norteamérica la valoración geopolítica y estratégica para determinar
si China o Rusia son adversarios reales está en manos de una clase dirigente
amigable y connivente con China. La relación entre Joe Biden y su familia con
el partido comunista Chino es un buen ejemplo que ha sido bien documentado por
periodistas independientes.
Esa fue la
esencia del debate electoral en los EEUU en 2016 y en 2020. En ambos casos se trató
de la confrontación entre la visión nacionalista de Trump para recuperar las capacidades imperiales de los Estados
Unidos contra una política entreguista de los EEUU a China anidada por décadas
en todos los niveles y ramas del gobierno norteamericano.
Desde este
punto de vista Trump estaría haciendo lo correcto para tratar de salvar la
República y la influencia del imperio norteamericano en el mundo. Sin embargo,
para esto ha tenido que enfrentar poderosos adversarios y graves
contradicciones internas de un régimen político que está implosionando porque
sus instituciones son incapaces de defenderse y de defender las ideas de patria
y nación.
Esta peligrosa
concepción para los intereses del imperio se expresa en medidas, cada vez más
frecuentes, como por ejemplo imponer la ideología de género en la educación, la
eliminación del estudio de la historia de los EEUU en la primaria, la
eliminación de policías y cárceles, una política de inmigración laxa y ambigua,
el desmantelamiento de las industrias nacionales para favorecer a China, entre
otras.
La presidencia
de Donald Trump fue una insurgencia contra esa política y sus beneficiarios.
Solo esto podría explicar la intensidad de una confrontación cuyo último
episodio aún no está escrito y bien podría terminar con una destitución
temprana de Trump y hasta su encarcelamiento por sedición, según sus
acusadores.
La incapacidad
de resolver las impugnaciones de fraude electoral según los criterios de ley y
orden también pone en evidencia la debilidad de un imperio que voluntariamente
renuncia a su derecho a defenderse de la influencia de potencias extranjeras en
sus asuntos internos, ya sea esta política, financiera o cultural.
Por eso,
quizás la pregunta más importante que deberán hacerse los noveles líderes de
esta y la próxima generación no es tanto hacia donde van los Estados Unidos,
sino más bien hacía donde va el imperio norteamericano.- @humbertotweets
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