En los pasillos del régimen chavista se insiste: la economía venezolana se está recuperando. Lo dicen algunas cifras macroeconómicas: un leve crecimiento del PIB, una inflación menos vertiginosa, y la circulación del dólar como placebo de estabilidad. Sin embargo, más allá de la propaganda, lo que vive la mayoría es otra cosa: una economía que sigue siendo profundamente desigual, frágil y sin un horizonte claro de transformación.
No se trata de
una crisis pasajera ni de un mal ciclo. Lo que atraviesa Venezuela es una
crisis estructural prolongada, resultado de décadas de dependencia rentista,
políticas erráticas y un modelo económico centrado en la extracción y el
reparto discrecional de la renta. La llamada “recuperación” no se apoya en
diversificación productiva ni en innovación tecnológica, sino en ajustes
silenciosos que recortan derechos laborales, debilitan el Estado social y
benefician a una élite conectada al poder: los llamados boliburgueses y bolichicos,
símbolos de la fusión entre Estado y lucro privado.
En este nuevo
orden económico, el dólar circula, pero no ordena; la inversión aparece, pero
no se democratiza; el consumo se reactiva, pero excluye. Se ha consolidado una
economía paralela, funcional a sectores reducidos, mientras la mayoría sobrevive
con ingresos insuficientes, servicios públicos colapsados y una informalidad
que ya es norma. La precariedad es la regla, no la excepción.
Un ejemplo
concreto y vergonzoso de esta distorsión es el salario de un profesor
universitario con estudios de postdoctorado: apenas cinco dólares al mes. Esta
cifra resume, en toda su crudeza, el desprecio por el conocimiento, la dignidad
laboral y el futuro de un país que ha abandonado la educación como motor de
desarrollo.
Lejos de un
verdadero proceso de recuperación, lo que observamos es una estabilización
autoritaria y excluyente, diseñada para contener el conflicto social sin
resolver las causas que lo originan. Se impone una narrativa triunfalista sin
correlato real en las calles, en los hogares, en los mercados. La economía de
sobrevivencia convive con una acumulación acelerada y desregulada para unos
pocos.
La política
económica actual está subordinada a una lógica de contención, no de
transformación. El Estado gestiona la escasez como puede, terceriza responsabilidades
sociales y sostiene el espejismo de una economía que "renace" solo en
los titulares. Pero el país real sigue atrapado en una cotidianidad marcada por
el desaliento, la fuga de cerebros, la emigración y la resignación.
Hablar de
“normalización” es una forma elegante de describir el estancamiento
administrado. El país no ha salido de su laberinto: simplemente ha aprendido a
caminar dentro de él. En rigor, mientras no ocurra un cambio político profundo,
cualquier atisbo de recuperación seguirá siendo apenas un espejismo
administrado.
La estabilidad no puede medirse solo en
cifras, sino en justicia social, bienestar colectivo y futuro compartido. Y en
esos términos, Venezuela aún tiene mucho por reconstruir de la depredación
chavista.- @humbertotweets