jueves, 26 de junio de 2025

Ni yanquis, ni persas: el chavismo prefiere petróleo

            A estas alturas del desastre, hay que ser muy ingenuo o muy cínico para pensar que el régimen chavista abriría alegremente sus puertas al expansionismo militar de Irán. Ni siquiera por romanticismo revolucionario. La supuesta hermandad antiimperialista entre Caracas y Teherán es, en la práctica, una pieza decorativa en el discurso, útil para la tribuna bolivariana pero sin peso estratégico real. Porque, aunque grite lo contrario, el chavismo sabe que necesita más a Estados Unidos que a los ayatolás.

Y es que más allá de la retórica de resistencia, el régimen ha entendido –a la fuerza y por necesidad– que su supervivencia depende de seguir vendiendo petróleo barato, confiable y sin sobresaltos… al mismísimo “imperio”. Ese que denuncia todos los días pero al que ruega que no deje de comprarle barriles, aunque sea con descuento y sin etiqueta.

La reciente escalada en Medio Oriente entre Israel e Irán revivió temores –exagerados por unos, oportunamente alimentados por otros– sobre una posible implicación venezolana en maniobras bélicas del eje Teherán-Damasco-Hezbolá. Pero incluso para un régimen tan proclive a las provocaciones, el costo de semejante aventura sería insoportable. Ni los generales en Miraflores ni los comerciantes del estatus quo están dispuestos a canjear sus cuentas offshore por una guerra religiosa ajena.

Lo que está en juego no es la defensa de Irán ni el antiamericanismo de manual, sino la propia estabilidad del tinglado político-militar que sostiene al régimen. Estados Unidos, con todas sus sanciones y contradicciones, sigue siendo el cliente más confiable de PDVSA. Y aunque haya otros compradores (China, India, Rusia), ninguno ofrece las ventajas logísticas y políticas que otorga un acuerdo pragmático con Washington. Por eso, más que sumarse a una cruzada antioccidental con misiles persas, el chavismo apuesta a una negociación permanente, donde pueda seguir vendiendo crudo a cambio de tolerancia internacional y tiempo para oxigenar su control interno.

Lo demás –visitas diplomáticas, fotos con turbantes, vuelos de Mahan Air, declaraciones contra el sionismo– es pura coreografía para mantener la ilusión de un proyecto soberano. Pero cuando se apagan las cámaras, la realidad se impone: el chavismo necesita estabilidad, no aventuras.

La hipótesis de una Venezuela convertida en plataforma militar iraní suena bien para ciertos analistas de escritorio o para agencias de inteligencia con presupuesto que justificar. Pero es una ficción. No solo por razones técnicas y logísticas (instalar una base nuclear o de misiles no es cuestión de voluntad ideológica), sino porque implica un compromiso geopolítico que el chavismo no está dispuesto a asumir. En el fondo, los operadores del régimen saben que pueden jugar al equilibrista entre potencias, pero no al suicida.

Si algo ha demostrado el chavismo en sus 25 años de permanencia es una astucia de sobrevivencia perruna. Puede ser brutal, torpe o cruel, pero nunca estúpido. No va a entregar su territorio para que lo bombardeen en nombre de una causa ajena. Mucho menos si eso pone en riesgo su negocio principal: mantenerse en el poder con el menor conflicto posible, incluso si eso implica vender petróleo al enemigo de ayer.

Las relaciones Caracas-Teherán, por tanto, seguirán siendo un matrimonio de conveniencia sin consumación. Muchos abrazos, pocas armas. Muchos acuerdos firmados, pocos cumplidos. Y una foto cada tanto para recordarle al mundo que existe una supuesta alianza de los oprimidos. Pero cuando llega la hora de escoger entre la épica revolucionaria y la renta petrolera, el chavismo ni lo duda: elige los petrodólares. Siempre.

Al final, lo único que se instalará con seguridad en Venezuela no serán bases iraníes ni radares de largo alcance, sino más negociaciones discretas con Estados Unidos, más petróleo con rebaja y más tiempo comprado para un modelo que no gobierna, solo administra su prolongada decadencia.- @humbertotweets

lunes, 23 de junio de 2025

Maduro, entre el Ayatolá y el Tío Sam

La diplomacia del petróleo se ha convertido, una vez más, en el tablero donde se juega el equilibrio de las hipocresías globales. Tras el ataque de Estados Unidos a Irán, y con la amenaza persa de cerrar el estrecho de Ormuz —arteria por donde circula casi un tercio del crudo mundial—, la situación geopolítica vira del drama al pánico. Y Venezuela, como buen satélite ideológico, queda atrapada entre la lealtad retórica a Teherán y la necesidad de no enemistarse del todo con la Casa Blanca, que hoy ocupa Donald Trump, en busca de algún tipo de respiro económico. La revolución bolivariana, otra vez, se enfrenta al dilema de si ser cómplice o comerciante.

La advertencia iraní de bloquear el estrecho de Ormuz tiene un eco que retumba en todas las cancillerías del mundo. No es la primera vez que lo dicen, pero esta vez la tensión es más que retórica. Si Irán concreta siquiera un gesto en esa dirección, el precio del petróleo se disparará, la seguridad marítima será un tema de guerra, y cualquier proveedor alternativo pasará a ser pieza codiciada en la cadena de suministro global. Venezuela podría jugar un rol de reemplazo simbólico, si tuviera infraestructura, crédito, legalidad y —detalle menor— producción suficiente. Pero no tiene nada de eso.

Lo que sí tiene es petróleo sancionado, refinerías oxidadas, y una economía de trueque geopolítico. Aunque la narrativa revolucionaria continúe presentando a Irán como un “hermano mayor” en la resistencia antiimperialista, lo cierto es que la apuesta del chavismo pasa hoy por mantener abierta, aunque sea entre rendijas, su conexión con Estados Unidos. Incluso bajo Trump.

Contra todo pronóstico —y pese al retorno de Trump al poder en enero— Chevron sigue operando en Venezuela, aunque bajo una licencia restringida: no puede exportar petróleo ni aumentar producción, pero sí mantener activos, contratistas y equipos mínimos en sus empresas mixtas con PDVSA. Un pie adentro, sin pisar fuerte. No es una operación petrolera, es una presencia simbólica. Pero para un régimen que se alimenta de símbolos y ficciones, eso basta para insinuar que todavía hay “canales” con Washington.

Es aquí donde el dilema se agudiza: si el estrecho de Ormuz se cierra, y el precio del crudo sube, ¿se atrevería Maduro a negarle petróleo a Estados Unidos por solidaridad con Irán, mientras sus técnicos estadounidenses siguen presentes, aunque mudos, en Anaco y Boscán? Difícil. Muy difícil.

La relación con Irán ha sido útil. Técnicos, gasolina, vuelos sin control y acuerdos oscuros que han permitido al régimen sortear apagones logísticos. Pero se trata más de una necesidad que de una afinidad. Si hay que elegir entre sostener esa narrativa o aprovechar el alza del crudo para vender lo poco que aún queda en los tanques venezolanos —aunque sea por la puerta de atrás—, la elección será pragmática.

Y si alguna vez la retórica antiimperialista tuvo utilidad movilizadora, hoy solo sobrevive como guión oxidado para los pocos fieles que aún acuden al teatro.

Maduro no romperá con Irán, pero tampoco se inmolará por él. Sabe que la subsistencia del régimen depende menos de la épica islámica que de los dólares que, directa o indirectamente, aún gotean desde el norte. Si Irán cierra el estrecho de Ormuz, y el precio del barril vuela, Venezuela dirá que apoya a su hermano islámico, mientras reanuda discretamente sus trueques con actores estadounidenses, asiáticos o quien pague primero.

Como siempre, hará lo que mejor sabe: proclamar una cosa, hacer la contraria y apostar a que la contradicción se diluya entre la bruma ideológica y la amnesia del mercado. Ya no hay principios que defender, solo posiciones que sostener. Y la lealtad geopolítica, como el petróleo que queda, está en el fondo del tanquero.- @humbertotweets

jueves, 19 de junio de 2025

Pedagogía del sometimiento

            En la Venezuela revolucionaria, donde el bolívar se evapora antes de tocar el bolsillo y la ley se imprime con la tinta del miedo, el régimen ha decidido dar otra lección magistral de economía y gobernanza: decretar la felicidad por resolución ministerial. Se trata, esta vez, del renacido esquema de “precios acordados”, ese viejo conocido que prometía frenar la inflación y acabó arruinando anaqueles, mercados y familias. Vuelve como un zombi con pedigree chavista, acompañado del viejo estribillo: el pueblo primero. Pero con hambre.

Mientras el Banco Central simula estadísticas como quien disfraza un cadáver con corbata, y la inflación ronda cómodamente los tres dígitos anuales (229 %, para ser exactos), el Ejecutivo proclama con seriedad quirúrgica que los precios pueden ser civilizados por decreto. La realidad, por supuesto, se burla: carne que desaparece, harina que huye y medicinas que se evaporan. La escasez vuelve, pero con discurso inclusivo y rostro bolivariano. Nada que agradecer.

Ahora bien, sería injusto atribuirle toda la creatividad al ministerio de Economía Popular (o como se llame esta semana). El régimen ha desplegado un repertorio que combina con precisión coreográfica el control económico, la represión selectiva y el exilio forzoso. Esta es su fórmula de estabilidad. No hay tal caos: todo está meticulosamente planificado.

Lo económico se controla desde la ficción contable. Lo político, desde el miedo. Esta semana, por ejemplo, el régimen decidió que el chavismo disidente también merece conocer las mazmorras del SEBIN. Rodrigo Cabezas, aquel ministro que en otra época dirigía la política económica de la revolución con entusiasmo ortodoxo, ha sido detenido sin mucha explicación. En su caso, la única inflación relevante parece ser la de su arrepentimiento: Como no pocos chavistas ahora es un renegado de la revolución que una vez ayudó a construir.

En paralelo, la maquinaria represiva del Estado perfecciona su alcance interno: desapariciones forzadas, allanamientos sin orden judicial, y detenciones arbitrarias se han vuelto rutina. La reciente ola de arrestos contra activistas de base y dirigentes vecinales confirma que el chavismo ya no distingue entre adversarios de alto perfil y ciudadanos comunes: todos caben en su lógica de sospecha permanente. Mientras tanto, la Fiscalía de la República, ese bufete privado del Ejecutivo, intensifica su teatro judicial: ahora le ha tocado el turno a antiguos aliados de conveniencia, a los que acusa con torpeza de delitos patrióticos, como si los pecados del régimen pudieran lavarse en juicios mediáticos contra figuras en declive. No importa si el expediente es endeble: lo relevante es el efecto distractor y el mensaje al resto de los opositores.

En este contexto, el ciudadano común —es decir, ese sujeto que sobrevive entre colas, apagones y remesas— debería agradecer. Agradecer que los precios estén “acordados”, aunque la comida no exista. Agradecer que los líderes opositores sean acusados o exiliados, porque así el proceso electoral es más cómodo. Agradecer que el chavismo mantenga la “paz”, aunque sea de cementerio.

Y sin embargo, hay algo más. El régimen no solo exige obediencia. También anhela gratitud. Una gratitud casi litúrgica: por mantenernos respirando aunque con hambre, por ofrecernos una patria que se reduce a símbolos y discursos, por legarnos una herencia revolucionaria tan gloriosa como el colapso de todos sus pilares. Agradecer por la ruina con solemnidad, ese parece ser el nuevo deber ciudadano. De allí que cualquier crítica se convierte en traición, cualquier lamento en conspiración, y cualquier voto en delito.

El chavismo, en su fase terminal, no es ya un régimen: es una liturgia. Una misa negra donde el altar es el poder, y el pueblo —si aún existe— es apenas el coro de fondo. Pero hasta las liturgias más oscuras requieren fe. Y en Venezuela, incluso la fe ha comenzado a escasear.

Por eso, mientras los precios se fijan y los disidentes caen, conviene recordar que en esta tierra la represión no es un accidente. Es un modelo. La inflación no es un error. Es una herramienta. El exilio no es una consecuencia. Es un plan. Y el agradecimiento obligatorio, más que una ironía, es una forma de tortura lenta y burocrática. Una pedagogía del sometimiento.- @humbertotweets

lunes, 16 de junio de 2025

Reconocimiento internacional estéril

Treinta países —algunos por convicción, otros por cálculo— han reconocido a Edmundo González Urrutia como presidente electo de Venezuela. Aplausos diplomáticos, comunicados floridos, promesas de respaldo a la transición democrática. Y sin embargo, el chavismo sigue en Miraflores, las armas siguen en los cuarteles leales, y la rutina del desastre continúa inalterada. No hay una sola consecuencia política real derivada de ese reconocimiento. Nada ha cambiado. Nada se ha movido.

La escena es familiar: la comunidad internacional hace lo que mejor sabe hacer cuando no quiere hacer nada. Reconoce. Así ocurrió con Guaidó, y antes con las innumerables resoluciones, declaraciones y pronunciamientos que han intentado conjurar la anomalía venezolana con papel sellado y palabras huecas. Ahora le toca el turno a Edmundo González, un diplomático honesto, educado, impecable en las formas… y completamente irrelevante en la práctica.

Porque en Venezuela, el poder no se ejerce en las cumbres ni en las cancillerías. Se ejerce desde los sótanos del SEBIN, los escritorios del alto mando militar, y las oficinas en penumbra donde se negocian lealtades con dólares o con miedo. El chavismo, que ha demostrado una envidiable capacidad para simular institucionalidad mientras destruye el Estado, se ríe de los reconocimientos como quien observa condescendiente a un niño que juega a ser adulto.

Edmundo González viaja, se reúne, posa para las fotos, pronuncia discursos que nadie impugna porque nadie teme. Pero dentro del país, su investidura reconocida no tiene ni siquiera la utilidad simbólica de un líder en resistencia. Es una figura que flota, pero no pesa. Que representa una voluntad electoral traicionada, sí, pero sin capacidad de convocar, ordenar o interpelar. Mientras tanto, el país real —el del hambre, los apagones, la represión quirúrgica— sigue gestionado por la macolla de siempre.

El problema no es Edmundo, que hace lo que puede dentro de los márgenes que le han asignado. El problema es la ficción diplomática que pretende sustituir la realidad. La comunidad internacional repite su apuesta por la ilusión: creen que con suficiente retórica, la dictadura se sentirá presionada; que con suficiente presión, negociará; y que, eventualmente, cederá. Pero los hechos desmienten esa lógica una y otra vez.

El chavismo no teme al aislamiento, lo ha incorporado a su mitología fundacional. No teme a las sanciones, que convirtió en excusa para todos sus fracasos. No teme al reconocimiento de la oposición porque ha aprendido a cohabitar con ella, neutralizándola por asfixia o cooptación. El régimen solo teme a una fractura dentro de su sistema de poder: en la FANB, en el PSUV, o en su red de complicidades internacionales.

Por eso, mientras el mundo reconoce a Edmundo, el chavismo reconoce su oportunidad. Sabe que esta nueva figura, como las anteriores, puede servir para ganar tiempo, dispersar energías y dar una apariencia de movimiento donde no hay más que inercia. En definitiva, se trata de un reconocimiento tan simbólico como inútil, porque no altera ni un ápice la dinámica fundamental del poder en Venezuela.

¿Significa esto que la comunidad internacional debe abandonar a la oposición democrática? No. Pero sí que debe abandonar la ilusión de que basta con elegir un nuevo interlocutor para cambiar la correlación de fuerzas. En este juego, los nombres cambian, las fotos cambian, los comunicados cambian. Lo único que no cambia es el poder.

Y ese, lamentablemente, sigue teniendo acento cubano, blindaje militar y vocación perpetua.-  @humbertotweets 

jueves, 12 de junio de 2025

Chavismo fuerte y estéril

            En Venezuela, la paradoja dejó de ser una figura retórica para convertirse en doctrina de Estado. Nunca un poder político-militar había sido tan sólido en las formas y, a la vez, tan inútil en los fines. El régimen chavista, ilegítimo por diseño y por ejecución, se mantiene no por legitimidad de origen ni de ejercicio, sino por el monopolio de las armas. Sobrevive gracias a la obediencia forzada, no por adhesión popular. Y sin embargo, lo más inquietante no es su fortaleza represiva, sino su esterilidad operativa.

El chavismo se ha atrincherado en una lógica de supervivencia donde cada medida, cada discurso, cada gesto, busca blindar su permanencia, no resolver los problemas que arrastra o que ha creado. Estamos ante un poder endurecido por el miedo, incapaz de gobernar, pero dispuesto a todo para evitar su disolución. Un régimen que no gobierna: administra ruinas.

Venezuela vive una espiral de radicalización que no anuncia reformas ni relanzamientos, sino pánico. Las detenciones arbitrarias, la militarización de la vida civil, la criminalización de la disidencia, son síntomas de un poder que se sabe exhausto, pero que apuesta a la represión como recurso último. Su fortaleza radica en la violencia potencial; su debilidad, en todo lo demás.

La estructura militar que lo sostiene, lejos de ser monolítica, es una constelación de cotos privados, lealtades compradas, rivalidades internas y negocios compartidos. No hay ideología ni honor ni misión institucional: hay un sistema de incentivos donde se premia la complicidad y se castiga la integridad. Un aparato armado que defiende el poder no por convicción sino por conveniencia.

Pero las armas no generan electricidad, ni agua, ni comida. No detienen la inflación, no controlan la migración, no reactivan la economía. El chavismo, aferrado a una maquinaria coercitiva, ha renunciado a toda pretensión de eficacia. El país se le escapa entre los dedos, pero se consuela exhibiendo músculo militar. El precio de esa autodefensa permanente es una nación colapsada: sin servicios, sin instituciones, sin futuro.

El endurecimiento no es señal de vigor, sino de decadencia. Se radicaliza porque no tiene margen, ni ideas, ni respaldo real. El disfraz de poder lo sostiene aún, pero ya es evidente que debajo no hay cuerpo, solo la costura mal remendada de una ficción que nadie cree. Ni siquiera sus propios actores.

Y mientras tanto, la sociedad civil flota en un limbo de frustración crónica, sobrevivencia sin horizonte, y rabia contenida. El chavismo no ofrece salida: administra el encierro. En su versión actual, no es un régimen que gobierne, sino una jaula con escenografía electoral. Fuertes, sí. Pero estériles. Como un muro que ya no protege a nadie, solo encierra.- @humbertotweets

lunes, 9 de junio de 2025

¿Un régimen débil o impune?

            María Corina Machado insiste, con un fervor que ya roza la letanía, en que el chavismo está débil. Lo repite en mítines, entrevistas y redes: “están acabados, se les acabó el miedo”. A primera vista, suena a diagnóstico alentador. Pero más que una descripción de la realidad, parece un eslogan. Y como todo eslogan, simplifica hasta deformar.

Conviene detenerse: ¿debilidad en qué términos? ¿Según qué criterio? ¿Se trata de una supuesta pérdida de respaldo popular? ¿De una crisis económica prolongada? ¿O del hecho –incontestable, pero insuficiente– de que no pueden competir en elecciones limpias?

Porque si el parámetro es la transparencia electoral, todo régimen autoritario está “débil” desde su origen. Pero esa es una debilidad aparente, no efectiva. Un poder que no necesita ganar elecciones, porque controla los votos, las armas y los tribunales, no está débil: está blindado.

La afirmación de Machado resulta tan imprecisa como engañosa. ¿Es débil un régimen que secuestra a militares en el exilio, desaparece a activistas, expulsa a funcionarios internacionales y mantiene a los opositores bajo amenaza? ¿Es eso miedo, o poder sin límites?

El chavismo no actúa como quien se siente débil. Actúa como quien sabe que puede hacer lo que quiera y salirse con la suya. Lo suyo no es un colapso inminente, sino una impunidad sostenida. No se trata de una fuerza ideológica, sino de una estructura de poder corrupta, militarizada y eficaz para perpetuarse. La suya es una solidez criminal, no democrática.

Machado, que durante años denunció con lucidez esa estructura, ahora parece haber optado por una narrativa más digerible, más útil para agitar multitudes: la del derrumbe inminente. Como si bastara una elección bajo condiciones amañadas para precipitar el final.

Pero el problema de ese discurso no es solo su falsedad. Es que anestesia. Si el régimen ya está débil, ¿para qué cambiar de estrategia? ¿Para qué confrontar con claridad las limitaciones del camino electoral? ¿Para qué pensar en otra cosa que no sea esperar la victoria?

Es una forma de repetir el error que ha marcado a buena parte de la oposición: subestimar al adversario, creer que basta con tener la razón para ganar. En Venezuela, eso ha costado demasiado.

Lo que hace falta no es consuelo, sino lucidez. No edulcorar el diagnóstico, sino asumirlo con precisión. Este régimen sigue de pie, no por respaldo popular –que no tiene–, sino por su control de lo esencial: las armas, el dinero, la ley a su servicio. Y ese control no se debilita con frases.

Que el chavismo no gane elecciones limpias no lo hace débil. Lo hace ilegítimo. La diferencia es crucial. Porque un régimen ilegítimo puede mantenerse décadas si nadie logra enfrentarlo con eficacia. Y hasta ahora, no hay señales de que algo haya cambiado.- @humbertotweets

jueves, 5 de junio de 2025

La economía chavista del terror

            En Venezuela ya no hace falta un aparato ideológico para sostener el poder. Bastan dos instrumentos: el miedo y un bono. Uno paraliza, el otro condiciona. El régimen chavista ha perfeccionado una economía del control cuyo núcleo no es la producción, ni la inversión, ni siquiera el discurso. Es la sumisión. Y su precio es barato: treinta dólares en el Carnet de la Patria y la amenaza latente de una celda sin juicio.

Mientras las estadísticas oficiales –opacas y complacientes– anuncian una supuesta recuperación, la vida real dice otra cosa: inflación persistente, salarios ruinosos, pobreza crónica. Pero lo verdaderamente perverso no es el colapso económico en sí, sino la forma en que se administra: se distribuye miseria con apariencia de generosidad, como si regalar lo expropiado fuera una política pública.

Cada bono anunciado desde el sistema Patria es, en realidad, una operación política. No hay azar en su cronograma. Aparecen después de protestas, antes de elecciones, durante campañas de represión. Son sedantes sociales, placebos monetarios y, sobre todo, sobornos de subsistencia. Porque en Venezuela el hambre vota. Y también obedece.

Pero los bonos no sostienen solos al régimen. La otra cara de esta economía de terror es la represión selectiva y continua. Detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, procesos amañados: un ecosistema de castigo orientado menos a suprimir la disidencia que a disuadirla. "Esto te puede pasar", advierte el caso de Rocío San Miguel. O el de Ronald Ojeda.

El sistema es eficaz precisamente porque combina estímulo y amenaza. Mientras unos reciben pagos por su silencio (o por su indiferencia), otros son condenados por ejercer el pensamiento crítico. Aquí no se premia el mérito ni se castiga el delito; se premia la docilidad y se castiga la conciencia.

El chavismo ha logrado lo que recomiendan los manuales de dominación más cínicos: controlar sin persuadir, castigar sin reglas, regalar sin deber. En lugar de bienestar, dependencia. En vez de ley, miedo. Porque en Venezuela el control no se ejerce por consenso, sino por extorsión. Al cuerpo, al estómago, al alma.- @humbertotweets