lunes, 7 de abril de 2025

Venezuela y la falacia de la recuperación económica chavista

            En los pasillos del régimen chavista se insiste: la economía venezolana se está recuperando. Lo dicen algunas cifras macroeconómicas: un leve crecimiento del PIB, una inflación menos vertiginosa, y la circulación del dólar como placebo de estabilidad. Sin embargo, más allá de la propaganda, lo que vive la mayoría es otra cosa: una economía que sigue siendo profundamente desigual, frágil y sin un horizonte claro de transformación.

No se trata de una crisis pasajera ni de un mal ciclo. Lo que atraviesa Venezuela es una crisis estructural prolongada, resultado de décadas de dependencia rentista, políticas erráticas y un modelo económico centrado en la extracción y el reparto discrecional de la renta. La llamada “recuperación” no se apoya en diversificación productiva ni en innovación tecnológica, sino en ajustes silenciosos que recortan derechos laborales, debilitan el Estado social y benefician a una élite conectada al poder: los llamados boliburgueses y bolichicos, símbolos de la fusión entre Estado y lucro privado.

En este nuevo orden económico, el dólar circula, pero no ordena; la inversión aparece, pero no se democratiza; el consumo se reactiva, pero excluye. Se ha consolidado una economía paralela, funcional a sectores reducidos, mientras la mayoría sobrevive con ingresos insuficientes, servicios públicos colapsados y una informalidad que ya es norma. La precariedad es la regla, no la excepción.

Un ejemplo concreto y vergonzoso de esta distorsión es el salario de un profesor universitario con estudios de postdoctorado: apenas cinco dólares al mes. Esta cifra resume, en toda su crudeza, el desprecio por el conocimiento, la dignidad laboral y el futuro de un país que ha abandonado la educación como motor de desarrollo.

Lejos de un verdadero proceso de recuperación, lo que observamos es una estabilización autoritaria y excluyente, diseñada para contener el conflicto social sin resolver las causas que lo originan. Se impone una narrativa triunfalista sin correlato real en las calles, en los hogares, en los mercados. La economía de sobrevivencia convive con una acumulación acelerada y desregulada para unos pocos.

La política económica actual está subordinada a una lógica de contención, no de transformación. El Estado gestiona la escasez como puede, terceriza responsabilidades sociales y sostiene el espejismo de una economía que "renace" solo en los titulares. Pero el país real sigue atrapado en una cotidianidad marcada por el desaliento, la fuga de cerebros, la emigración y la resignación.

Hablar de “normalización” es una forma elegante de describir el estancamiento administrado. El país no ha salido de su laberinto: simplemente ha aprendido a caminar dentro de él. En rigor, mientras no ocurra un cambio político profundo, cualquier atisbo de recuperación seguirá siendo apenas un espejismo administrado.

La estabilidad no puede medirse solo en cifras, sino en justicia social, bienestar colectivo y futuro compartido. Y en esos términos, Venezuela aún tiene mucho por reconstruir de la depredación chavista.- @humbertotweets

viernes, 4 de abril de 2025

Trump y Biden frente al chavismo: el contraste entre firmeza y farsa

Cuando se evalúan las políticas de las últimas dos administraciones estadounidenses hacia Venezuela, la comparación resulta tan elocuente como reveladora. La gestión de Joe Biden fue un desfile de gestos sin consecuencias; la de Donald Trump, en cambio, es una demostración de que, con voluntad política, se puede presionar al chavismo en donde más le duele: en las finanzas.

Biden llegó a la Casa Blanca con la promesa de “revisar” la política hacia Venezuela. Traducción: relajar las sanciones, permitir el retorno de las petroleras estadounidenses a suelo venezolano y confiar, ingenuamente, en que el régimen de Nicolás Maduro respondería con gestos de buena voluntad. El resultado fue previsible: concesiones unilaterales, diálogo sin consecuencias, elecciones amañadas en 2024 y una dictadura que, gracias a la licencia 41, recibió un balón de oxígeno fiscal cortesía de las transnacionales que operan bajo amparo estadounidense. Todo esto a cambio de nada. Ni democracia, ni elecciones libres, ni liberación de presos políticos. Solo más tiempo para que el régimen se reorganizara, robara otra elección y hablara de paz mientras ajustaba el puñal.

Lo ocurrido en 2025 terminó por confirmar el fracaso de esa política. La anulación del proceso presidencial de 2024 no trajo ninguna consecuencia real. Por el contrario, el régimen se permitió convocar a nuevas elecciones regionales y legislativas para mayo de 2025 como si nada hubiera pasado. La comunidad internacional, desgastada por su propia indecisión, guardó silencio. Y los operadores políticos del chavismo, financiados indirectamente por el retorno de empresas energéticas extranjeras, siguieron ampliando su control institucional.

Trump, en cambio, no perdió tiempo con buenas intenciones. En su retorno al poder a comienzos de 2025, su primer movimiento fue revocar de nuevo la licencia 41, eliminando así un salvavidas clave para el chavismo que la administración Biden le había restituido. El razonamiento fue el mismo que en su primer mandato: ningún régimen sostenido en la expoliación petrolera debe beneficiarse de la legalidad empresarial norteamericana. Esa medida, aunque criticada por los lobbies energéticos, cortó una fuente directa de ingresos para el chavismo y dejó claro que con Washington no se negociará desde la debilidad.

¿Es la política de Trump desinteresada? Por supuesto que no. Su prioridad sigue siendo la seguridad nacional de los Estados Unidos, y Venezuela representa dos problemas concretos: una plataforma para actores hostiles (Irán, Rusia, China) y una fuente de presión migratoria. En su visión, si Maduro quiere alivios, deberá aceptar condiciones duras: repatriación de venezolanos deportados, pago por los costos de traslado, y eventualmente, transición política real. La lógica es simple: si el régimen se queda sin ingresos externos legales, se debilita. Y un régimen débil es más susceptible a la presión, al aislamiento o incluso a una intervención directa.

A mediano y largo plazo, la administración Trump estará en una mejor posición que la de Biden para negociar desde la fuerza o actuar sin pedir permiso. Porque sin los ingresos provenientes de las transnacionales, el chavismo se verá obligado a canibalizar lo poco que queda de economía formal, sin respaldo internacional, sin legitimidad y sin margen de maniobra.

La política exterior no se mide por intenciones, sino por resultados. Y en Venezuela, el resultado de Biden fue sostener al régimen chavista. El de Trump, al menos, fue ponerlo a la defensiva y hoy tiene el tablero a su favor. Lo demás es retórica para conferencias diplomáticas.- @humbertotweets

lunes, 31 de marzo de 2025

Desmitificando la parusía venezolana

            En un país donde la política ha dejado de ser un ejercicio de racionalidad para convertirse en un ritual de fe, no es extraño que sus protagonistas hablen y se comporten como profetas iluminados. Venezuela, atrapada en una espiral de crisis interminables, ha convertido el mesianismo en su deporte nacional. Hoy, dos figuras encarnan esta tendencia con perverso entusiasmo: Nicolás Maduro y María Corina Machado, cada uno a su manera, vendiendo la salvación definitiva a sus respectivos fieles.

Maduro es el caricaturesco heredero de un mesianismo grotesco que nació con Hugo Chávez y degeneró en farsa circense. Se presenta como el líder indiscutible de la "revolución bolivariana", un proyecto en ruinas que sobrevive a punta de represión, propaganda y la infinita paciencia de una sociedad devastada. La ironía es que, aunque finge encarnar la voluntad popular, gobierna con una mezcla de brutalidad y miedo, aferrado al poder como un náufrago a un salvavidas de plomo.

Su discurso mesiánico es un pastiche de misticismo, socialismo de manual y populismo caribeño. Se autodenomina el protector del pueblo, el hijo legítimo del "comandante eterno" y el único capaz de evitar que el país caiga en manos del "imperio". Lo hace con la solemnidad de un sacerdote que predica en un templo en llamas, mientras su congregación, cada vez más escéptica, aguanta la respiración para ver si el techo se desploma sobre sus cabezas.

El problema de Maduro no es solo que miente, sino que su propia mitología se ha vuelto insostenible. El mesianismo exige resultados, milagros o al menos un espejismo convincente. Pero cuando el hambre sustituye a la fe y la represión reemplaza a la devoción, el profeta se convierte en un tirano que solo sobrevive por inercia.

En la otra esquina del ring mesiánico está María Corina Machado, cuya figura ha alcanzado niveles de idolatría dignos de un culto político. Para sus seguidores, no es simplemente una líder opositora, sino la única capaz de derrotar a la dictadura, restaurar la democracia y convertir a Venezuela en una potencia continental. La fe en ella no admite dudas ni grises: es la última esperanza, la única vía posible, la encarnación del coraje y la resistencia.

El problema del mesianismo de María Corina no es su discurso, sino la peligrosa convicción de que ella, por sí sola, podrá desmantelar un régimen enquistado en todas las estructuras del Estado. Su narrativa de “hasta el final” suena inspiradora, pero se estrella contra una realidad donde el chavismo no se derrumba por voluntad divina, sino por desgaste, conflictos internos o presión internacional.

El drama venezolano se parece cada vez más a una espera infinita de la parusía, ese anhelo de redención absoluta que promete la llegada de un salvador definitivo. Tanto el chavismo como la oposición han construido sus propios relatos mesiánicos, donde el fin del sufrimiento depende de la llegada de un líder providencial. Mientras unos aguardan la resurrección de la revolución en medio de su propio naufragio, otros confían en la caída inminente del régimen como si fuera un evento profetizado, inevitable e irrefutable. Pero la historia es cruel con quienes confunden la fe con la estrategia. @humbertotweets

jueves, 27 de marzo de 2025

La PUD y el eterno retorno del autoengaño electoral

            La historia se repite, primero como estrategia fallida, luego como negocio electoral. La Plataforma Unitaria Democrática (PUD), en su obstinada ingenuidad o en su cínica conveniencia, vuelve a caer en la trampa que el régimen le tiende desde hace más de dos décadas: elecciones sin condiciones, resultados sin consecuencias y derrotas predecibles que se maquillan de gestas heroicas.

Tras el fraude del 28 de julio —sí, fraude, aunque la PUD evite llamarlo así con la esperanza de una próxima cita electoral—, la dirigencia opositora se encuentra en estado de confusión estratégica. No saben si participar en las elecciones municipales y regionales que el chavismo promueve para mayo. No saben si denunciar, si pactar, si inscribirse o si retirarse. Y ese no saber no es una virtud táctica: es un síntoma crónico de subordinación política.

La indefinición de la PUD no es casual. Es resultado directo de su apuesta permanente a la negociación con quien no negocia nada que le reste poder real. Esperan concesiones electorales como si no hubieran aprendido —o como si no les importara— que el chavismo, dueño de todos los resortes institucionales, sólo concede lo que no pone en riesgo su dominio. ¿Qué esperan esta vez? ¿Una habilitación simbólica? ¿Una tarjeta prestada? ¿Un rector del CNE que parezca independiente y le lleve el maletín a Elvis Amoroso?

Mientras la cúpula de la PUD duda en Caracas, en las regiones se gesta otra dinámica: la revuelta clientelar. Gobernaciones y alcaldías entregadas a la oposición en procesos controlados por el régimen han generado un ecosistema de lealtades que no se alimenta de principios, sino de presupuestos, nóminas y prebendas. Los operadores regionales quieren elecciones no por vocación democrática, sino por continuidad presupuestaria. No disputan el poder al chavismo: se han convertido en sus satélites funcionales.

En ese contexto, el debate sobre participar o no en mayo es irrelevante si no se asume lo esencial: ninguna elección organizada bajo las reglas del régimen chavista servirá para desplazar al chavismo del poder. La estrategia electoral, tal como la entiende la PUD, está muerta. Lo que sobrevive es una simulación útil para quienes hacen de la política un modo de vida financiado desde el poder que dicen combatir.

La PUD no necesita decidir si participa o no en las elecciones de mayo. Necesita decidir si sigue existiendo como coartada del régimen o si finalmente rompe el ciclo de colaboracionismo con ropaje opositor. Hasta ahora, todo indica lo primero.- @humbertotweets

lunes, 24 de marzo de 2025

El atajo del chavismo hacia la tiranía permanente

            La nueva reforma constitucional propuesta por el chavismo para 2025 no es más que un intento de consolidar su dominio absoluto sobre Venezuela, siguiendo la vía de la dictadura cubana. Al igual que en la isla, la élite gobernante busca alterar la estructura fundamental del Estado para reemplazarla por un modelo de poder vertical, controlado desde el Ejecutivo, donde la soberanía popular se diluye en un entramado de “comunas” diseñadas para reforzar la hegemonía del partido en el poder.

Este proyecto no es nuevo. Desde la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999, el chavismo ha intentado transformar la democracia venezolana en un régimen de partido único, siguiendo el modelo de la Revolución Cubana. Sin embargo, la Constitución de 1999, aunque impregnada de ideología socialista, aún mantenía formalmente principios de separación de poderes y representación política, aunque su efectividad en los últimos años ha sido prácticamente nula. La propuesta de reforma de 2025 busca finalmente eliminar estos obstáculos para sustituir el Estado de Derecho por el Estado Comunal, una estructura que, lejos de darle poder al pueblo, lo somete a un sistema de control totalitario.

El proyecto del Estado Comunal guarda una dramática similitud con el modelo cubano de organización política. En Cuba, el Partido Comunista es la única entidad con capacidad real de decisión y poder. Las estructuras de base, los llamados "Órganos del Poder Popular", no son otra cosa que instancias controladas por el partido para legitimar sus decisiones sin que haya una verdadera pluralidad política.

El chavismo pretende replicar esto en Venezuela mediante la eliminación de los gobiernos municipales y regionales electos por voto popular, reemplazándolos con "comunas" y "consejos comunales" con un sospechoso tufo “asambleario”.. Bajo esta estructura, las instancias de poder no responderían a los ciudadanos, sino a designaciones directas del Ejecutivo, replicando la estructura piramidal del sistema cubano, donde todo poder emana de la cúpula del partido y desciende sin permitir disidencia.

Otro paralelismo clave es la sustitución de la democracia representativa por un simulacro de democracia participativa. En Cuba, el régimen justifica la ausencia de elecciones competitivas con la idea de que la "democracia popular" se ejerce a través de asambleas controladas. El chavismo intenta imponer la misma lógica: sustituir alcaldes y gobernadores electos por estructuras comunales controladas desde el PSUV, eliminando así cualquier atisbo de pluralismo político.

A pesar de las similitudes, existen diferencias marcadas entre el Estado Comunal chavista y el sistema cubano. Mientras que en Cuba el Partido Comunista logró construir una estructura de control cohesiva, en Venezuela el chavismo se enfrenta a la corrupción desbordada, el colapso institucional y la fragmentación del poder dentro del propio régimen.

En Cuba, el aparato de seguridad y represión es monolítico y eficiente. En Venezuela, aunque la represión es brutal, la estructura de poder es más caótica, con múltiples facciones dentro del chavismo compitiendo por el control de recursos y territorios. La imposición del Estado Comunal no garantiza automáticamente un dominio total del país; más bien, puede profundizar la crisis política al agravar la desconexión entre el gobierno y la sociedad.

Otro factor diferencial es el rechazo popular. En Cuba, tras décadas de adoctrinamiento y represión, gran parte de la población ha sido sometida a una resignación forzada. En Venezuela, en cambio, el chavismo enfrenta un desgaste evidente y una resistencia activa de la sociedad. La eliminación de los gobiernos locales generará un choque inevitable con sectores que, aunque no opositores, dependen del clientelismo regional para sobrevivir.

La instalación del Estado Comunal no es más que una etapa dentro del proceso de degeneración del régimen político venezolano, que comenzó con Hugo Chávez en 1999 y ha evolucionado con fluidez hacia un fascismo de nuevo tipo. A diferencia de las dictaduras militares tradicionales o del comunismo ortodoxo, el chavismo ha desarrollado un modelo híbrido donde el Estado se disuelve en redes de poder informales, el liderazgo se perpetúa a través del control absoluto de las instituciones y la represión se combina con estrategias de cooptación social.

Si el chavismo en su etapa inicial apelaba a la democracia plebiscitaria y a una retórica de justicia social para consolidar su poder, hoy se despoja de cualquier disfraz ideológico para transitar hacia un autoritarismo corporativista, donde las estructuras comunales no son más que un mecanismo de disciplina social y vigilancia política. Como en los regímenes fascistas clásicos, el chavismo busca suplantar la estructura tradicional del Estado por un sistema basado en la lealtad incondicional al líder, eliminando cualquier espacio de autonomía institucional.

El colapso económico, la crisis de legitimidad y el aislamiento internacional han obligado al chavismo a acelerar su transformación hacia un modelo de dominación totalitaria, donde el Estado Comunal actúa como la base de un sistema de control absoluto. Esta no es una simple reforma administrativa, sino el paso final hacia un régimen que no solo busca perpetuarse en el poder, sino que lo hace desmantelando por completo la posibilidad de una restauración democrática.

Venezuela no está simplemente ante una tiranía, sino ante la consolidación de un fascismo tropical, donde el poder se ejerce desde estructuras informales, la soberanía popular es sustituida por mecanismos de control vertical y la represión política se justifica con una retórica de guerra permanente. El Estado Comunal es solo la fase más reciente de este proceso de degeneración, que no busca gobernar, sino dominar. Y en ese camino, la nación venezolana se enfrenta a la encrucijada final: resignarse o resistir.

Si la vía lógica es resistir, entonces la pregunta que corresponde es ¿y cómo? @humbertotweets

jueves, 20 de marzo de 2025

El estado comunal será la base del fascismo chavista

            El proyecto del Estado Comunal que el chavismo pretende imponer con su reforma constitucional de 2025 es la culminación de un proceso de desmantelamiento institucional iniciado por Hugo Chávez en 1999. Siguiendo el modelo de la dictadura cubana, el régimen busca reconfigurar la estructura del Estado para garantizar su perpetuidad en el poder, sustituyendo el actual régimen político por un entramado de control político diseñado para anular cualquier posibilidad de alternancia.

El concepto de Estado Comunal no es nuevo en el discurso chavista, pero su implementación definitiva representa un salto cualitativo en la degeneración del sistema político venezolano. Bajo este modelo, los gobiernos municipales y regionales electos desaparecerían, sustituidos por "consejos comunales" y "comunas" subordinadas directamente al Ejecutivo. A primera vista, este sistema podría parecer una forma de participación popular, pero en la práctica, no es más que un mecanismo de centralización absoluta del poder, donde todas las decisiones emanan de la cúpula chavista sin contrapesos reales.

Las semejanzas con el régimen castrista son evidentes. En Cuba, los llamados Órganos del Poder Popular funcionan como simples correas de transmisión del Partido Comunista, eliminando cualquier atisbo de pluralidad política. El chavismo aspira a replicar esta estructura en Venezuela, garantizando que todas las instancias de poder respondan a la línea del partido, eliminando gobernadores y alcaldes electos para consolidar un control vertical sobre la sociedad.

La estrategia es clara: sustituir la democracia representativa por un simulacro de democracia participativa donde las decisiones ya están tomadas de antemano por el aparato del régimen. No es una reforma administrativa, sino un golpe mortal contra la posibilidad de restaurar el Estado de Derecho en Venezuela.

Si bien el modelo se inspira en la dictadura cubana, el chavismo enfrenta un obstáculo fundamental: la corrupción y el caos interno de su propio régimen. En Cuba, el Partido Comunista ha logrado mantener una disciplina férrea sobre el aparato estatal. En Venezuela, en cambio, la fragmentación del poder y la lucha entre facciones dentro del chavismo hacen que la imposición del Estado Comunal no solo sea un intento de consolidación autoritaria, sino también una estrategia desesperada para recomponer el dominio del régimen sobre sus propios cuadros.

Mientras el aparato represivo cubano es monolítico y eficiente, en Venezuela el chavismo se sostiene con una mezcla de violencia desorganizada, represión selectiva y una red de lealtades clientelares que podrían resquebrajarse ante la eliminación de los gobiernos locales. La crisis económica y el rechazo popular añaden un elemento de incertidumbre que hace impredecible el desenlace de esta maniobra.

El Estado Comunal no es un simple artificio burocrático, sino el paso final de la mutación del chavismo en un fascismo de nuevo tipo. A diferencia de las dictaduras militares convencionales o los regímenes comunistas clásicos, el chavismo ha construido un modelo híbrido donde la represión convive con redes de poder informales, el Estado se disuelve en estructuras de control paralelas y el liderazgo se perpetúa mediante la eliminación de cualquier vestigio de institucionalidad democrática.

Venezuela no enfrenta solo un mal gobierno. El chavismo, lejos de buscar gobernar, pretende transformar el país en un régimen totalitario que anule toda posibilidad de cambio. Este nuevo régimen propuesto tiene todas las características del fascismo histórico que con sus matices y especificidades tendrá en el estado comunal la base para sostenerse y replicarse.- @humbertotweets

lunes, 17 de marzo de 2025

El fracaso del chavismo no es culpa de las sanciones

Desde la llegada del chavismo al poder en 1999, la industria petrolera venezolana ha experimentado un colapso sin precedentes. En ese año, Venezuela producía aproximadamente 3,1 millones de barriles diarios. Para 2025, la producción se ha desplomado a menos de 900.000 barriles diarios, una cifra comparable a la de la década de 1940. Este declive no puede atribuirse exclusivamente a las sanciones internacionales, sino a una mala gestión estructural, corrupción, falta de inversión y la politización de PDVSA, la empresa estatal de petróleo.

Uno de los eventos que marcó el deterioro de PDVSA fue el paro petrolero de 2002-2003, tras el cual el gobierno de Hugo Chávez despidió a más de 18.000 trabajadores, incluyendo a técnicos altamente capacitados, reemplazándolos con incondicionales al régimen pero sin la formación adecuada. Esto provocó un debilitamiento de la capacidad operativa y tecnológica de la empresa.

A lo largo de los años, la falta de mantenimiento y de inversión en infraestructura agravó la crisis. En lugar de reinvertir los ingresos petroleros en la industria, el chavismo utilizó PDVSA como una caja chica para financiar la demagogia, el clientelismo y la corrupción descuidando la producción y exploración. Además, la corrupción se convirtió en un problema sistémico dentro de la empresa, con desvíos de fondos millonarios y el saqueo de recursos que debían destinarse al mantenimiento de las instalaciones petroleras.

A partir de 2019, el gobierno de Donald Trump impuso sanciones económicas más estrictas contra Venezuela, afectando particularmente a la industria petrolera. Sin embargo, a pesar de las restricciones, la empresa estadounidense Chevron continuó operando en el país gracias a una licencia especial otorgada por el Departamento del Tesoro de EE.UU. conocida como Licencia 41, la cual le permitía extraer petróleo en sociedad con PDVSA bajo ciertas condiciones.

En enero de 2025, la administración de Trump suspendió la Licencia 41, eliminando así una de las pocas fuentes de inversión extranjera en la industria petrolera venezolana. Esta medida fue interpretada como un intento de presionar al régimen de Nicolás Maduro para que realizara concesiones políticas. Sin Chevron, Venezuela perdió no solo una empresa con capacidad operativa y tecnológica, sino también un vínculo que le permitía comercializar su petróleo dentro de un marco más estable.

Aunque la suspensión de la licencia tuvo un impacto en la ya deteriorada producción, es importante señalar que la industria petrolera venezolana llevaba años en crisis antes de las sanciones. El colapso de PDVSA no se debe exclusivamente a las restricciones impuestas por EE.UU., sino a una administración ineficiente, falta de mantenimiento y corrupción estructural.

El politólogo Michael Penfold ha señalado que "el colapso petrolero en Venezuela es más un problema de gobernanza que de sanciones; el daño estructural es tal que, incluso si se levantaran todas las restricciones, la industria no podría recuperarse sin una reestructuración profunda" (Inter-American Dialogue, 2023).

Mientras el chavismo permanezca en el poder, Venezuela no podrá recuperar su industria petrolera. No hay confianza de los inversionistas internacionales, la infraestructura está colapsada y la corrupción sigue siendo el mayor obstáculo para una gestión eficiente. La única vía para la recuperación sería un cambio político que permita atraer inversión extranjera, recuperar el talento técnico y reconstruir PDVSA bajo un modelo de gestión transparente y eficiente. Sin estas reformas y bajo la tiranía chavista Venezuela está condenada a ser un país petrolero sin los beneficios de la renta petrolera.- @humbertotweets